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América fue pensada libre, justa, extensa

lunes, mayo 30, 2005

Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América.

Roberto Fernández Retamar
(La Habana, 1930)

Calibán
Apuntes sobre la cultura de nuestra América



OTRA VEZ MARTÍ


Esta concepción de nuestra cultura ya había sido articuladamente expuesta y defendida, en el siglo pasado, p or el primero d e nuestros hombres en comprender claramente la situación concreta de lo que llamó —en denominación que he recordado varias veces— “Nuestra América mestiza”: José Martí,[39] a quien Rodó quiso dedicar la primera edición cubana de Ariel, y sobre quien se propuso escribir un estudio como los que consagrara a Bolívar y a Artigas, estudio que, por desgracia, al cabo no realizó.[40]
Aunque lo hiciera a lo largo de cuantiosas páginas, quizás la ocasión en que Martí ofreció sus ideas sobre este punto de modo más orgánico y apretado fue su artículo de 1891 “Nuestra América”. Considero innecesario insistir en él, limitándome a algunas citas imprescindibles. Pero en primer lugar, querría hacer unas observaciones previas sobre el destino de los trabajos de Martí.
En vida de Martí, el grueso de su obra, desparramada por una veintena de periódicos continentales, conoció la fama. Sabemos que Rubén Darío llamó a Martí “Maestro” (como, por otras razones, también lo llamaban en vida sus seguidores políticos) y lo consideró el hispanoame­ricano a quien más admiró. Ya veremos, por otra parte, cómo el duro enjuiciamiento de los Estados Unidos que Martí solía hacer en sus cró­nicas era conocido en su época, y le valdría acerbas críticas por parte del pro yanqui Sarmiento. Pero la forma peculiar en que se difundió la obra de Martí —quien utilizó el periodismo, la oratoria, las cartas, y no publicó ningún libro—, tiene no poca responsabilidad en el relativo olvido en que va a caer dicha obra a raíz de la muerte del héroe cubano en 1895. Sólo ello explica que a nueve años de esa muerte —y a doce de haber dejado Martí de escribir para la prensa continental, entregado como estaba desde 1892 a la arena política—, un autor tan absolutamente nuestro, tan insospechable como Pedro Henríquez Ureña, escriba a sus veinte años (1904), en un artículo sobre el Ariel de Rodó, que los jui­cios de éste sobre los Estados Unidos son “mucho más severos que los formulados por dos máximos pensadores y geniales psicosociólogos antillanos: Hostos y Martí”. [41] En lo que toca a Martí esta observación es completamente equivocada, y dada la ejemplar honestidad de Henríquez Ureña, me llevó a sospechar primero, y a verificar después, que se debía sencillamente al hecho de que para esa época el gran dominicano no había leído, no había podido leer a Martí sino muy insuficientemente: Martí apenas estaba publicado para entonces. Un texto como el fundamental “Nuestra América” es buen ejemplo de este destino. Los lecto­res del periódico mexicano El Partido Liberal pudieron leerlo el día 30 de enero de 1891. Es posible que algún otro periódico local lo haya republicado,[42] aunque la más reciente edición de las Obras completas de Martí no nos indica nada al respecto. Pero lo más posible es que quienes no tuvieron la suerte de obtener dicho periódico, no pudieron saber de ese texto —el más importante documento publicado en esta América desde finales del siglo pasado hasta la aparición en 1962 de la Segunda declaración de La Habana— durante cerca de veinte años, al cabo de los cuales apareció en forma de libro (La Habana, 1910) en la irregular colección en que empezaron a publicarse las obras completas de Martí. Por eso le asiste la razón a Manuel Pedro González cuando afirma que durante el primer cuarto de este siglo, las nuevas promociones no conocían a Martí: es a partir de los ocho volúmenes que Alberto Ghiraldo publicó en Madrid en 1925, que se pone de nuevo en cir­culación “una mínima parte de su obra”. Y es gracias a la aparición más reciente de varias ediciones de sus obras completas que “se le ha redescubierto y revalorizado”.[43] (González está pensando sobre todo en el deslumbrante aspecto literario de esta obra (“la gloria literaria”, como él dice). ¿Qué no podemos decir nosotros del fundamental aspecto ideoló­gico de la misma? Sin olvidar muy importantes contribuciones previas, hay puntos esenciales en que puede decirse que es ahora, después del triunfo de la Revolución cubana, y gracias a ella, que Martí está siendo “redescubierto y revalorizado”. No es un azar que Fidel haya declarado en 1953 que el responsable intelectual del ataque al cuartel Moncada era Martí; ni que el Che haya iniciado en 1967 su trascendente Mensaje a la Tricontinental con una cita de Martí: “Es la hora de los hornos, y no se ha de ver más que la luz”. Si Benedetti ha podido decir que el tiempo de Rodó “es otro que el nuestro ( ...) su verdadero hogar, su verdadera patria temporal era el siglo XIX”, nosotros debemos decir, en cambio, que el verdadero hogar de Martí era el futuro, y por lo pronto este tiempo nuestro que sencillamente no se entiende sin un conocimiento cabal de su obra.
Ahora bien, si ese conocimiento, por las curiosas circunstancias alu­didas, le estuvo vedado —o sólo le fue permitido de manera limitada— a las primeras promociones nuestras de este siglo, las que a menudo tuvieron por ello que valerse, para ulteriores planteos radicales, de una “primera plataforma de lanzamiento” tan bien intencionada pero al mismo tiempo tan endeble como el decimonónico Ariel, ¿qué podremos decir de autores más recientes que ya disponen de ediciones de Martí y, sin embargo, se obstinan en desconocerlo? No pienso, por supuesto, en estudiosos más o menos ajenos a nuestros problemas, sino, por el contrario, en quienes mantienen una consecuente actitud anticolonialista. La única explicación de este hecho es dolorosa: el colonialismo ha calado tan hondamente en nosotros, que sólo leemos con verdadero respeto a los autores anticolonialistas difundidos desde las metrópolis. De ahí que dejemos de lado la lección mayor de Martí; de ahí que apenas estemos familiarizados con Artigas, con Recabarren, con Mella, incluso con Mariátegui y Ponce. Y tengo la triste sospecha de que si los extraordi­narios textos del Che Guevara conocen la mayor difusión que se ha acordado a un latinoamericano, el que lo lea con tanta avidez nuestra gente se debe también, en cierta medida, a que el suyo es nombre presti­gioso incluso en las capitales metropolitanas —donde, por cierto, con frecuencia se le hace objeto de las más desvergonzadas manipulaciones—. Para ser consecuentes con nuestra actitud anticolonialista, tenemos que volvernos efectivamente a los hombres nuestros que en su conducta y en su pensamiento han encarnado e iluminado esa actitud.[44] Y en este sentido, ningún ejemplo más útil que el de Martí.
No conozco otro autor latinoamericano que haya dado una res­puesta tan inmediata y tan coherente a otra pregunta que me hiciera mi interlocutor, el periodista europeo que mencioné al principio de estas líneas (y que de no existir, yo hubiera tenido que inventar, aunque esto último me privaría de su amistad, la cual espero que sobreviva a este monólogo).
¿Que relación, me preguntó este sencillo malicioso, “guarda Borges con los incas?” Borges es casi una reducción al absurdo, y de todas maneras voy a ocuparme de él más tarde, pero es bueno, es justo pre­guntarse qué relación guardamos los actuales habitantes de esta Améri­ca en cuya herencia zoológica y cultural Europa tuvo su indudable par­te, con los primitivos habitantes de esta misma América, esos que habían construido culturas admirables, o estaban en vías de hacerlo, y fueron exterminados o martirizados por europeos de varias naciones, sobre los que no cabe levantar leyenda blanca ni negra, sino una infernal verdad de sangre que constituye junto con hechos como la esclavitud de los africanos- su eterno deshonor. Martí, cuyo padre era valenciano y cuya madre era canaria; que escribía el más prodigioso idioma español de su tiempo —y del nuestro—, y que llegó a tener la mejor información sobre la cultura euronorteamericana de que haya disfrutado un hombre de nues­tra América, también se hizo esta pregunta, y se la respondió así: “Se viene de padres de Valencia y madres de Canarias, y se siente correr por las venas la sangre enardecida de Tamanaco y Paramaconi, y se ve como propia la que vertieron por las breñas del cerro del Calvario, pecho a pecho con los gonzalos de férrea armadura, los desnudos y heroicos caracas”.[45]
Presumo que el lector, si no es venezolano, no estará familiarizado con los nombres aquí evocados por Martí. Tampoco yo lo estaba. Esa carencia de familiaridad no es sino una nueva prueba de nuestro some­timiento a la perspectiva colonizadora de la historia que se nos ha im­puesto, y nos ha evaporado nombres, fechas, circunstancias, verdades. En otro orden de cosas —estrechamente relacionado con éste—, ¿acaso la historia burguesa no borró a los héroes de la Comuna del 71, a los már­tires del primero de mayo de 1886 (significativamente reivindicados por Martí)? Pues bien: Tamanaco, Paramaconi, “los desnudos y heroicos caracas”, eran indígenas de lo que hoy llamamos Venezuela, de origen caribe o muy cercanos a ellos, que pelearon heroicamente frente a los españoles al inicio de la conquista. Lo cual quiere decir que Martí ha escrito que sentía correr por sus venas sangre de caribe, sangre de Calibán. No será la única vez que exprese esta idea, central en su pen­samiento. Incluso valiéndose de tales héroes,[46] reiterará algún tiempo después: “Con Guaicaipuro, Paramaconi (héroes de las tierras venezo­lanas, probablemente de origen caribe), con Anacaona, con Hatuey (héroes de las Antillas, de origen arauco) hemos de estar, y no con las llamas que los quemaron, ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron.”[47] El re­chazo de Martí al etnocidio que Europa realizó en América es total, y no menos total su identificación con los pueblos americanos que le ofre­cieron heroica resistencia al invasor, y en quienes Martí veía los antece­sores naturales de los independentistas latinoamericanos. Ello explica que en el cuaderno de apuntes en que aparece esta última cita siga escri­biendo, casi sin transición, sobre la mitología azteca (“no menos bella que la griega”), sobre las cenizas de Quetzalcoatl, sobre “Ayacucho en meseta solitaria”, sobre “Bolívar, como los ríos...” (p. 28-9).
Y es que Martí no sueña con una ya imposible restauración, sino con una integración futura de nuestra América que se asiente en sus verdaderas raíces y alcance, por sí misma, orgánicamente, las cimas de la auténtica modernidad. Por eso la cita primera, en que habla de sentir correr por sus venas la brava sangre caribe, continúa así:


Bueno es abrir canales, sembrar escuelas, crear líneas de vapores, ponerse al nivel del propio tiempo, estar del lado de la vanguardia en la hermosa marcha humana; pero es bueno, para no desmayar en ella por falta de espíritu o alarde de espíritu falso, alimentarse, por el re­cuerdo y por la admiración, por el estudio justiciero y la amorosa lástima, de ese ferviente espíritu de la naturaleza en que se nace, creido y avivado por el de los hombres de toda raza que de ella surgen y en ella se sepultan. Sólo cuando son directas prosperan la política y la literatura. La inteligencia americana es un penacho indígena. ¿No se ve cómo del mismo golpe que paralizó al indio se paralizó a América? Y hasta que no se haga andar al indio, no comenzará a an­dar bien la América. (“Autores aborígenes americanos”, cit.).


La identificación de Martí con nuestra cultura aborigen, fue pues acompañada por un cabal sentido de las tareas concretas que le impuso su circunstancia: aquella identificación, lejos de estorbarle, le alimentó el mantener los criterios más radicales y modernos de su tiempo en los países coloniales. Este acercamiento de Martí al indio existe también con respecto al negro,[48] naturalmente. Por desgracia, si en su época ya se habían iniciado trabajos serios sobre las culturas aborígenes americanas —trabajos que Martí estudió amorosamente—, habría que esperar hasta el siglo XX para la realización de trabajos así en relación con las culturas africanas y el notable aporte que ellas significan para la inte­gración de la cultura americana mestiza (Frobenius, Delafosse, Suret­Canale; Ortiz, Ramos, Herskovits, Roumain, Metraux, Bastide, Franco).[49] Y Martí había muerto cinco años antes de romper nuestro siglo. De todas formas, la “guía para la acción” la dejó claramente trazada en este campo: con su tratamiento de la cultura del indio y con su conducta concreta en relación con el negro.
Así se conforma su visión calibanesca de la cultura de lo que llamó “nuestra América”. Martí es, como luego Fidel, consciente de la dificul­tad incluso de encontrar un nombre que, al nombrarnos, nos defina conceptualmente; por eso, después de varios tanteos, se inclina por esa modesta fórmula descriptiva, con la que, más allá de razas, de lenguas, de circunstancias accesorias, abarca a las comunidades que con proble­mas comunes viven “del río Bravo a la Patagonia”, y que se distinguen de “la América europea”. Ya dije que, aunque dispersa en sus numerosí­simas páginas, tal concepción de nuestra cultura se resume felizmente en el artículo-manifiesto “Nuestra América”. A él remito al lector: a su reiterada idea de que no se pueden “regir pueblos originales, de compo­sición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de prác­tica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyes no se desestanca la sangre cuajada de la raza india”; a su arraigado concepto de que “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres natural­mente han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico” (subrayado de R. F. R.); a su consejo fun­dador:


La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. In­jértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.



Notas


[39] v. Ezequiel Martínez Estrada: “Por una alta cultura popular y socialista cubana” (1962), en En Cuba y al servicio de la Revolución cubana, La Habana, 1963; R. F, R.: “Martí en su (tercer) mundo” (1964), en Ensayo de otro mundo, cit.; Noël Salomon: “José Martí et la prise de conscience latinoaméricaine”, en Cuba Si, n° 35-36, 4° trimestre 1970, ler. trimestre, 1971; Leonardo Acosta: “La concepción históri­ca de Martí”, en Casa de las Américas, n. 67, julio-agosto de 1971.

[40] José Enrique Rodó: op. cit., p. 1359 y 1375.

[41] Pedro Henríquez Ureña: Obra critica, México, 1960, p. 27.

[42] El investigador Iván Schulman ha descubierto que fue publicado antes, el 10 de enero de 1891, en La Revista Ilustrada de Nueva York

[43] Manuel Pedro González: “Evolución de la estimativa martiana”, en Antología crítica de José Martí, recopilación, introducción y notas de M. P. G., México, 1960, p. xxix.

[44] No se entienda por esto, desde luego, que sugiero dejar de conocer a los autores que no hayan nacido en las colonias. Tal estupidez es insostenible. ¿Cómo podríamos postular prescindir de Horne­ro, de Dante, de Cervantes, de Shakespeare, de Whitman —para no decir Marx, Engels o Lenin—? ¿Cómo olvidar incluso que en nuestros propios días hay pensadores de la América Latina que no han nacido aquí? Y en fin, ¿cómo propugnar robinsonismo intelectual alguno sin caer en el mavor absurdo?

[45] José Martí: “Autores americanos aborígenes” (1884), en Obras completar, viii, 336-7.

[46] A Tamanaco dedicó además un hermoso poema: “Tamanaco de plumas coronado”, en 0. C., XVII, 237.

[47] José Martí: “Fragmentos” (1885-951), en O. C/., XXII, 27.

[48] V., por ejemplo, “Mi raza”', en O. C., II, 298-300. Allí se lee:
“El hombre no tiene ningún derecho especial porque pertenezca a una raza u otra: dígase hombre, y ya se dicen todos los derechos (...) Si se dice que en el negro no hay culpa aborigen, ni virus que lo inhabilite para desenvolver toda su vida de hombre, se dice la verdad (...), y si a esa defensa de la naturaleza se la llama racismo, no importa que se la llame así, porque no es más que decoro natural, voz que clama del pecho del hombre por la paz y la vida del país. Si se alega que la condición de esclavitud no acusa inferioridad en la raza esclava, puesto que los galos blancos de ojos azules y cabellos de oro, se vendieron como siervos, con la argolla al cuello, en los mercados de Roma, eso es racismo bueno, porque es pura justicia, y ayuda a quitar prejuicios al blanco ignorante. Pero ahí acaba el racismo justo.”
Y más adelante: “hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro. Cubano es más que blanco, más que mulato, más que negro”. Algunas de estas cuestiones se abordan en el trabajo de Juliette Cullion “La discriminación racial en los Estados Unidos vista por José Martí”, en Anuario martiano, número 3, La Habana, 1971, del que no pude valerme porque apareció cuando estaban concluidas estas notas.

[49] V. el número 36-37 de Casa de las Américas, mayo-agosto de 1966, dedicado a Africa en América.

1 Comments:

At 1:53 p.m., Anonymous Anónimo said...

Quería agradecerte por la valiosa información que se encuentra en este blog.
Estoy trabajando en un curso de literatura universal basado en la alteridad (figura del otro) en relación a la dicotomia civilización / barbarie. Por lo que el texto de Montaigne, el de Retamales y por su puesto la Tempestad han sido el eje fundamental entendimiento.

Agradezco profundamente la dedicación con que has expuesto estos temas. Me han sido de mucha ayuda.

Camila.

 

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