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domingo, mayo 29, 2005

Montaigne, la identidad como ensayo

Revista de Filosofía
ISSN 0798-1171 versión impresa


RF v.44 Maracaibo mayo 2003



Montaigne: la identidad como ensayo*

Montaigne: identity as an essay

Susana Trías
Universidad del Zulia
Maracaibo – Venezuela

Resumen

Este trabajo se propone analizar algunos aspectos de la construcción montaigneana de la identidad personal argumentando que, en el caso de los Ensayos, el juego ipseidad–mismidad se realiza sin recurrir a la narratividad propuesta por Ricoeur. En especial, centraré mi atención en la relación existente entre la construcción de la identidad y las concepciones del ensayo, la memoria, el lenguaje y el estilo.

Palabras clave: Montaigne, identidad personal, ensayo, narración.

Abstract

This paper proposes an analysis of certain aspects of the Montaignian construction of personal identity, arguing that, in the case of the Essays, the play between ipseidad-mismidad occurs without recurring to the narrative proposed by Ricoeur. Special attention is centered on the relationship between the construction of identity and the conceptions of essay, memory, language and style.

Key words: Montaigne, personal identity, essay, narration.

Recibido: 18-06-03 Aceptado: 12-09-03

Introducción

En la historia de la filosofía el pasado lejano puede ser tanto o más atractivo que el cercano y hasta que el mismo presente. Por el contrario, es casi una rareza que un físico del siglo pasado se preocupe por la obra física de Aristóteles, mientras que los filósofos actuales siguen acicalando cada cual a su modo la frondosa barba platónica.

Sin embargo, esta característica de la filosofía no la hace convertirse en algo tan peregrino. Más bien por ella se coloca en buena compañía: si la filosofía se vuelve hacia el pasado ¿no lo hace acaso porque la historia es –o debiera ser– maestra de verdad? En efecto, así como la historia –personal o colectiva– se narra de manera diferente de acuerdo al presente que vivamos y al futuro que proyectemos, la filosofía se vuelve hacia su pasado haciéndole nuevas preguntas a la esfinge. En este proceso, algunos autores del pasado parecen ser más reticentes a las inquisiciones que tienden a alguna forma de anacronismo, mientras que otros, por el contrario, tienen la extraña capacidad de admitirlas. Tal es, pienso, el caso de Montaigne.

En el final de su Tiempo y Narración1, Paul Ricoeur bosquejó el concepto de identidad narrativa, una categoría que luego desarrollara en Sí mismo como otro2. En una extensa nota al Estudio V de esta última obra, el autor indica que en Tiempo y Narración la noción de identidad narrativa había surgido como un intento de mediación entre la ficción y la historia pero que este origen de algún modo había desviado la atención respecto de los problemas que estaban implicados en el problema de la identidad personal3. Es precisamente a la elucidación de estos problemas que el autor dedica los dos ensayos centrales del libro, centrales por su ubicación y, sobre todo, porque ellos sirven nuevamente como mediación, pero esta vez entre una concepción descriptiva (la de la filosofía de la acción) y una concepción prescriptiva (la configuración ética de la persona).

Al discutir los problemas que suscita el “sí mismo”, Ricoeur plantea que las aporías de la identidad personal surgen de concebirla precisamente y estrictamente como mismidad. Sin embargo, el sí mismo no tiene por qué ser concebido como idem identidad. Una apertura hacia la dimensión de la ipse identidad –a través de la identidad narrativa– posibilitaría no renunciar a toda unidad, algo que Ricoeur sitúa en Nietzsche, y que denomina con la expresión muy gráfica de “cogito quebrado”4. Si bien Ricoeur en su análisis de la identidad presta mucha atención a Descartes y analiza en detalle la literatura de Locke y Hume, no hay en la obra una sola referencia a Montaigne, quien, en los albores de la modernidad, tuvo la osadía de tomar como único tema de sus Ensayos5, la pintura de sí mismo.

Este trabajo se propone analizar algunos aspectos de la construcción montaigneana de la identidad argumentando que, en el caso de Montaigne, el juego ipseidad–mismidad se realiza sin recurrir a la narratividad propuesta por Ricoeur. En especial, centraré mi atención en la relación existente entre la construcción de la identidad y las concepciones del ensayo (1), la memoria(2), el lenguaje(3) y el estilo(4).

1. Ensayo, autobiografía y autorretrato

En 1580 Michel de Montaigne presentó “al lector” un proyecto literario absolutamente original: una colección de textos a los cuales denominó Ensayos (Essays) y que tenían como tema el retrato de sí mismo. Con tal obra –y tal título– se inaugura en la tradición occidental un nuevo género literario. Este simple dato histórico es ya significativo para nuestro tema. En efecto, si consultamos un diccionario, el verbo essayer (al cual sumamos el pronominal s’essayer) significa “tratar de...”, “intentar”, “ponerse a prueba”. Estos significados no son totalmente ajenos al castellano. Aunque en nuestra lengua nos resultaría muy extraño “ensayar” un vestido, sí nos lo probamos: essayer se usa para la acción de probarse la ropa y para el lugar en el que nos la probamos, así como también para la acción de probar un automóvil o realizar una prueba de materiales. Como vemos, todos estos significados aluden a lo que no es definitivo (un ensayo no es el estreno de la obra, que me pruebe el vestido no implica que lo compre, etc.) y en algunos de ellos aparece también la idea de analizar para poner algo a prueba.

Estos significados aparecían ya en el infinitivo essayer en tiempos de Montaigne. En efecto: en el siglo XVI essayer significaba tratar de hacer algo, experimentar algo, sufrir, emprender, degustar, arriesgarse, jugar. En la literatura de la época la expresión coup d´essai, que designaba la opera prima de un artesano que hubiese recientemente finalizado su aprendizaje, es usada por Clément Marot para referirse a su primer libro de poemas6 y el mismo Montaigne la usa dándole el contenido de improvisación (III,9). Para nosotros es muy natural hablar de “el último ensayo del libro I” o de “el ensayo “De los cojos”“, pero Montaigne probablemente no se hubiese sentido cómodo con ese uso: habitualmente emplea el término en plural, para referirse a su obra como un todo y, particularmente, al proceso de pensamiento involucrado en esa creación. Al intentar contestar a la pregunta acerca de las razones que tuvo Montaigne para nombrar Essais a su obra, Friedrich7 llama la atención sobre lo siguiente: si bien para referirse a su libro, Montaigne suele emplear términos como mi libro, mis escritos, mis piezas, estas memorias o, más despectivamente, esta fagotage, este fricassé, esta rapsodia, mis brisées, etc., prefiere reservar el término essais y el infinitivo essayer para designar un método de pensamiento que es, también, una forma de vida y de autodescubrimiento.

Para captar el significado que el término tenía en la época es necesario acentuar aquellos contenidos que hablan de algo no concluido, de algo que meramente se intenta. Aunque estos contenidos también están presentes en el término ensayo como género esencialmente abierto, que no pretende decir la última palabra sobre un tema, todo parece indicar que –empleada como título de una obra– la palabra tenía, para los oídos de la época, una mayor carga de modestia que para los nuestros8.

Ahora bien, como hace notar Friedrich, ensayo tiene además el contenido de experiencia, dándole a “experiencia” el contenido de aquello que nos ha sucedido, que hemos sentido y sobre lo cual hemos reflexionado. Este significado del título fue expresado así por un contemporáneo: “Este libro contiene ni más ni menos que una declaración completa de la vida del ya mencionado Señor de Montaigne”9.

Montaigne subraya en una frase célebre la relación entre su libro y la construcción del sí mismo: “No he hecho mi libro más de lo que mi libro me ha hecho” (II, 18). En los albores de la modernidad surge, a través de los Ensayos el que sería uno de los motivos preferidos de la filosofía moderna y contemporánea: parafraseando a Marx, todo lo sólido se desvanece en el aire y uno de los primeros elementos que se hacen borrosos en la telaraña de los Ensayos es la noción de sujeto.

La forma evanescente de la identidad montaigneana ha sido contrapuesta a la firmeza del ego cogito cartesiano. Tal como ha argumentado Taylor10 serían éstas dos formas fundamentales de “construcción” de la identidad moderna o también dos formas contrapuestas del discurso acerca del sujeto. El carácter discontinuo y hasta contradictorio del sí mismo es un tema recurrente en los Ensayos y, como tal, siempre ha merecido la atención de la crítica. La identidad del autor, sin embargo, se construye –según creo– mediante vías que no son las previstas por Ricoeur.

En primer lugar, si bien a lo largo del texto hay múltiples narraciones, es difícil admitir que éste constituya una narración. Si la narración –y el manejo del tiempo que ella implica– es el elemento central que nos permite contar una historia, confiriendo unidad a la discontinuidad, la lectura del texto de Montaigne nos obliga a rendirnos ante la evidencia de que, aunque en él existan narraciones, no podemos decir que exista una estructuración temporal de la vida.

Sí es cierto que existen intentos de esta estructuración, por ejemplo, la determinación de períodos diferentes en su vida en cuanto a su relación con los bienes de fortuna (“Que el gusto de los bienes y los males depende en gran parte de la idea que de ellos tenemos” (I, 14)). Este relato de su experiencia respecto de la avaricia está cuidadosamente estructurado y aunque –como es habitual– se recurre en cada una de las tres etapas (la escasez, la riqueza y el “vivir al día”) a las habituales digresiones mediante ejemplos sacados de la tradición, el relato –que abunda en detalles personales– está conducido de una manera bastante lineal. En este caso la generalización de la propia experiencia (la “humana condición”) surge de una verdadera narración. Pero esto no es lo habitual. La pintura de sí mismo –en lo que a los detalles personales se refiere– parece ubicarse en un eterno presente, borrando las huellas del tiempo. Así es que, aunque se complace en mostrar su carácter contradictorio y cambiante, abundan en la obra más los juicios sobre su natural que las narraciones sobre sus actos.

Se ha señalado11 que pueden distinguirse tres diferentes voces en los Ensayos: la del retratista cuyo tópico es Michel de Montaigne –un hombre individual–; la voz del moralista cuyo tema es el hombre en general y una tercera menos audible: la del ensayista cuyo tema es los Ensayos. Mientras que las dos primeras voces estarían entretejidas en cada uno de los textos, la tercera aparece sólo de manera ocasional, haciéndose sin embargo más audible en los últimos años y llegando a convertirse en tema casi único de un ensayo corto publicado en 1580 (“Sobre Demócrito y Epicuro”). La distinción es útil siempre y cuando no olvidemos que el tema de los Ensayos es precisamente... la identidad personal de Montaigne que es, además, la clave de la condición humana en general.

En una caracterización que es habitual entre los teóricos de la autobiografía, Lejeune12 define el género como una prosa narrativa retrospectiva que una persona real hace de su verdadera existencia y en la cual enfatiza su vida individual, especialmente la historia de su personalidad. Al comentar esta definición, Brush señala que la misma deja fuera a un importante sector de la literatura autobiográfica: las memorias, las novelas y poemas autobiográficos, los diarios íntimos, los autorretratos y los ensayos. La definición de Lejeune, por ejemplo, deja fuera la autobiografía de Vico (no está escrita en primera persona y hay escasas referencias a la vida personal) y también los Años de aprendizaje de Gadamer (al igual que la Vita de Vico la obra de Gadamer centra su interés en la historia intelectual del autor y esto la hace muy “descentrada”).

¿Dónde situar la obra de Montaigne? El carácter inclasificable de los Ensayos está siempre presente en la literatura crítica del siglo XX. Georg Misch, por ejemplo, al tiempo que los considera como “seguramente no autobiográficos” apunta que la obra es “uno de los libros filosóficos más personales que jamás se hayan escrito”13. Cassirer, por su parte, mientras señala el carácter autobiográfico de los Ensayos, también admite que éstos no logran encajar en las dos formas que adopta el género en la época: la movilidad de la vida exterior (Cellini), las cuitas del corazón (Petrarca)14. Más cercano a nosotros, Brush zanja la cuestión15 estableciendo una línea divisoria entre autorretrato y autobiografía y colocando los Ensayos en la primera categoría.

Me parece claro que lo que determina a los citados autores a considerar a los Ensayos como autobiográficos o no es la importancia que adjudiquen a la presencia del tiempo vivido en lo autobiográfico. Si se trata, en términos de Dilthey, de comprender y expresar el “curso de la vida”, con la particularidad de que “quien comprende este curso de vida es idéntico con aquel que la ha producido”16, entonces los Ensayos no son autobiográficos. Si se trata de bucear en sí mismo a fin de encontrar una cierta “clave” personal sin que por ello se tenga que recurrir a la narración, entonces sí son autobiográficos.

Una solución intermedia –admitido el hecho de que el texto no es una narración– sería decir que lo que tenemos entre manos es una especie de serie de autorretratos (estilo Rembrandt). En este caso, tendríamos también que admitir que lo que hace de los autorretratos una serie es precisamente el paso del tiempo que se esconde y se muestra en cada uno de ellos. Más que una serie de autorretratos los Ensayos semejan instantáneas desordenadas que, miradas en conjunto, son capaces de dibujarnos los rasgos esenciales de una fisionomía.

Recurriendo a sus ideas sobre la memoria, a su concepción del lenguaje, de la interpretación y al estilo que le es propio, podremos acercarnos al modo mediante el cual construye su identidad. Es necesario aclarar que lo que se quiere preguntar no es si esa identidad allí construida mediante ese discurso es realmente la del Señor de Montaigne, sino qué tipo de identidad es ésta y cuáles son los procedimientos mediante los cuales ella se configura a través del discurso de Montaigne (el escritor).

2. Los juegos de la memoria

Tanto el medioevo como el Renacimiento fueron ajenos al moderno menosprecio por la memoria. Para los medievales, la memoria no era una “mera” reiteración de algo previamente dado; por el contrario, ella era prueba –a la vez– de fortaleza intelectual y moral17. En cuanto al Renacimiento, la obra de Giordano Bruno bastaría por sí sola para mostrar la tendencia de la época a considerar los “lugares” de la memoria no sólo como parte de sistemas nemotécnicos sino como claves que nos permiten “abrir” la realidad18.

La memoria es un tema que recorre los Ensayos, un tema que a veces aparece en la superficie y que, en otras, subyace a los temas tratados directamente. La actitud de Montaigne frente a la memoria es en varios sentidos paradójica y aquí, como en otros aspectos de su obra, el autor demuestra ser profundamente crítico frente al paradigma renacentista. Por una parte, el carácter “canibalístico” de algunos de sus ensayos bastaría por sí mismo para demostrar que la memoria de sus lecturas forma parte importante de la construcción de la obra. Por la otra, la memoria constantemente es menospreciada: no sólo abunda en afirmaciones acerca de su carencia de memoria, sino que esta carencia no es considerada de ningún modo como un defecto.

El texto de “De los mentirosos” es una buena muestra de las distintas facetas del tema y también de toda la ironía de la que el autor es capaz:

No hay hombre que menos deba meterse a hablar de la memoria que yo. Pues apenas si hallo rastros de ella en mí y no creo que haya otra en el mundo tan monstruosamente insuficiente. Son todas mis otras cualidades viles y vulgares. Más en lo que atañe a ésta creo ser singular y muy raro, y digno de hacerme un nombre y una reputación (I, IX: 72-73).

La falta de memoria, “grande y poderosa diosa” según Platón, le ha procurado desde sospechas de insensatez hasta acusaciones de ingratitud. Como compensación, le ha salvado de la ambición, “ya que es defecto insoportable para aquel que se ocupa de los negocios del mundo” y le ha permitido fortalecer “con creces [...] otras facultades a medida que aquélla se debilitaba”. La carencia de memoria no sólo le ha permitido cultivar un pensamiento autónomo, sino que es la responsable de las particularidades de su estilo: dado que “el almacén de la memoria” está habitualmente mejor abastecido que el de la invención, su “defecto” le ha procurado un hablar más conciso y sin verborrea.

Al mismo tiempo, si entendemos que cuando nuestro autor hace referencia a su falta de memoria no se está refiriendo a la literatura sino a la vida misma, no es fácil comprender en qué puede sustentarse esa “experiencia” tan preciada, tema de su ensayo más conocido. La explicación de ello puede encontrarse en una idea omnipresente en los ensayos: para que los hechos o las circunstancias se conviertan en “experiencia”, deben ser “digeridas” y ello explica la ausencia de narración.

No abundan en la obra las referencias a la niñez o a la juventud del autor y, cuando existen, no son tratadas como parte de una historia: no se las refiere en detalle, son más bien elementos que permiten apoyar un aserto más general. Las anécdotas o referencias personales son utilizadas de la misma forma en que se trae a colación una historia que ha tomado de Virgilio o de Plutarco: en ambos casos se trata de ilustrar algo que considera importante para el desarrollo de su tema. Aunque a veces, justicia es decirlo, nos cueste encontrar el camino principal en medio de tantas derivaciones secundarias. Un buen ejemplo de lo anterior es este recuerdo de la infancia que encontramos en “De los inconvenientes de la grandeza”:

Realmente, parecióme a menudo que a fuerza de respeto se trata a los príncipes desdeñosa e injuriosamente. Pues aquello que tanto me ofendía en la infancia, que los que contra mí se ejercitaban evitasen emplearse a fondo por hallarme indigno de esforzarse contra mí, es lo que les ocurre a ellos todos los días (III, 7: 165).

Ejemplos como éste nos muestran que lo anecdótico no carece de valor por estar demasiado apegado a las circunstancias concretas; de hecho los Ensayos reivindican constantemente lo concreto frente a lo abstracto, lo animal frente a lo humano, lo plebeyo frente a lo noble; la sabiduría popular frente a la “ciencia” de los académicos; el “guiso” de sus ensayos frente a los tratados de los filósofos. El juicio que encontramos en “Del arte de conversar” sobre lo que debe hacer un historiador y la distinción que establece entre historiadores por un lado y filósofos y teólogos (“directores de las conciencias”) por otro, mostrando un claro menosprecio por estos últimos, nos indica que –para nuestro autor– la memoria de “los rumores y las ideas populares” puede ser tanto o más importante que la de los grandes hechos.

El tema de la memoria es tratado con frecuencia en relación a la retórica y a su compañera inseparable, la pedantería. Una de sus diatribas más célebres contra ambas se encuentra en “Del arte de conversar”, y allí se nos pone en guardia contra los pedantes que “confunden el entendimiento con la memoria” (III, 8:174). También con frecuencia la memoria se opone a lo que verdaderamente se experimenta: “De buena gana les diría que el fruto de la experiencia de un cirujano no es la historia de sus operaciones ni el acordarse que ha curado a cuatro apestados y tres gotosos si no [...] nos hace ver que se ha hecho más sabio con el uso de su arte” (III, 8: 178–179).

“Del arte de conversar” finaliza poniendo en relación la tarea de los historiadores con la suya propia: “Entréguennos la historia más como la reciben que como la conciben. Yo que soy rey de la materia con la que trato... aventuro a menudo cosas de mi magín de las que desconfío...”. En este caso, uno de los pocos en que la memoria no es menospreciada, ella aparece como un instrumento que le permite pintarse a sí mismo con espontaneidad: “...de pie y tumbado, por delante y por detrás, por la derecha y por la izquierda, y en todas mis actitudes naturales [...]. He aquí lo que la memoria me ofrece en conjunto y bastante inciertamente” (III, 8: 193)19.

A pesar de lo anterior, es frecuente que el autor relacione sus referencias al estilo abierto y despreocupado de sus Ensayos con su amor por la libertad y, sobre todo, con su concepción de sí mismo y de la naturaleza humana en general. Un estilo cuidadoso, está relacionado a la memoria; el suyo –al menos eso pretende–, se deja llevar por el viento.

3. Lenguaje y realidad

El rasgo más generalizado de lo real es la diversidad y las palabras, en tanto intentan categorizar la realidad, constituyen un obstáculo para la comprensión. La crítica de Montaigne está dirigida contra el humanismo retórico y su convicción acerca de la correspondencia ideal entre las palabras y las cosas. Aunque nuestro autor no es un filósofo del lenguaje, son frecuentes en los Ensayos las críticas al lenguaje. Lo importante aquí es establecer la relación entre su concepción “heraclítea” de la realidad –y del hombre– y sus críticas al lenguaje.

La concepción del lenguaje en Montaigne es dependiente de su concepción de la realidad. Su ensayo más famoso deja claro que la cualidad más universal de lo real es la diversidad. Si se parte de esa premisa (“El parecido no hace igual tanto como hace otro la diferencia” afirma en “De la experiencia” (III, 13: 338)), nuestros intentos de clasificación de la realidad serán fallidos por definición.

Una de las fuentes importantes para este tema es el ensayo “De la gloria” (II, 16) que comienza con una declaración nominalista: “Existen el nombre y la cosa; el nombre es una voz que expresa y significa la cosa; el nombre no es una parte de la cosa ni de la sustancia, es algo ajeno unido a la cosa y fuera de ella”. Es frecuente criticar al lenguaje por su falta de exactitud, por su ambigüedad congénita. Para Montaigne, por el contrario, el peligro del lenguaje radica en que introduce en la realidad una uniformidad que le es ajena; las “formas” del lenguaje, al aplicarse sobre la realidad pueden llegar a destruir la variedad de los componentes de esa realidad.

Si esto vale para las “cosas”, más se aplicará aún a lo humano porque la característica del hombre es precisamente su carácter inasible. Un corolario de esta concepción del lenguaje es que éste nunca puede expresar exhaustivamente al hombre.

Como señala Cassirer20, si bien Montaigne pregona una unidad natural que disuelve la distancia entre el hombre y el resto de la naturaleza, expresando con ello la tónica general de su época, la novedad de su discurso es el planteamiento de una nueva pregunta: ¿cómo puede el hombre –parte del todo– llegar al conocimiento de la realidad?

Montaigne desarrolla un tema tradicional de la filosofía del lenguaje: las categorizaciones –piensa– no nos dan un mejor conocimiento de la realidad. De ahí la valoración del lenguaje de los animales21, del lenguaje del silencio22, del de los gestos23, del lenguaje hablado frente al lenguaje escrito24 y, por fin, del ensayo –forma abierta– frente a la obra sistemática.

Si el tratamiento del tema de la memoria es paradójico, el de la crítica al lenguaje –sobre todo de la palabra escrita– lo es aún más, en tanto es sólo a través de la escritura que logrará la construcción de sí mismo. Como ha señalado Friedrich25, los términos que prefiere Montaigne en los textos tardíos para el acto de escribir sobre sí mismo (mettre en registre, enregistrer, mettre en rolle, enroller, contreroller) aluden a esa capacidad del lenguaje escrito de fijar y objetivar el sí mismo. En un texto temprano comenta que ha comenzado a fijar por escrito “las quimeras de su espíritu” para poder comprenderlas (I, 8). Pero al mismo tiempo ese controlar, ese registrar chocan con su preferencia por el desorden inherente a la conversación: “No me hallo a gusto –dice– cuando me poseo y dispongo de mí mismo... La ocasión, la compañía, el tono mismo de mi voz sacan mejor provecho de mi ingenio que yo cuando lo sondeo y utilizo estando solo” (I, 10: 80).

En uno de sus últimos ensayos nuestro autor realiza una verdadera apología del diálogo. El “arte de conversar” es “el más fructífero y natural ejercicio del espíritu” (III,8:168). Pero no se trata –como en el caso de Gadamer– de un entenderse en “la cosa”, ni tampoco de interpretar la lectura como un diálogo. Para Montaigne, si la conversación es superior a la lectura es porque ésta no enardece, es “un movimiento lánguido y débil” (III,8:169), una afirmación bastante curiosa en alguien que, como él, había hecho de la torre de su biblioteca una especie de fortaleza protectora. Por el contrario, “si converso con un alma fuerte – nos dice– [...] sus ideas impulsan a las mías [...] la unanimidad es cosa muy tediosa en la conversación (III,8:169). Se trata entonces de una apología del disenso que le lleva a despreciar la cortesía impuesta por la civilización: “Gusto de una sociedad y familiaridad fuerte y viril, de una amistad que se plazca en la dureza y vigor de su trato, como el amor en los mordiscos y arañazos ensangrentados” (III,8:170).

4. El discurso del sí mismo

Si la palabra hablada vale más que la palabra escrita –“entre dos cosas que no tienen valor alguno”(I,10: 80)– pero al mismo tiempo es necesario recurrir a la escritura, ello puede explicar muchos rasgos del estilo del autor, en la medida en que las constantes digresiones, el ir y venir de los temas sin orden aparente, están más cerca de una conversación que de un discurso organizado. En este punto, como en muchos otros, Montaigne se muestra fiel a Sócrates, el único pensador a quien siempre excluye de sus críticas a la tradición filosófica26. De lo que se trata, entonces, es de escribir como si se conversara y hay que decir que logra a tal punto su objetivo que muchas veces el lector puede olvidar que se trata de un “como si”.

Como recordatorio, aparecen en los Ensayos referencias a ese estilo “conversacional”, así es que se hace alusión al tono elegido, al ritmo, al carácter poco estructurado de los textos. Ejemplo de esto último son expresiones como la siguiente: “Mas, para terminar por donde empecé...”(III, 7: 67), que cierra una serie de digresiones que ejemplifican el tema “De los inconvenientes de la grandeza”.

Particularmente interesantes –según creo– son aquellas referencias que nos demuestran que la concepción del lenguaje y su relación con la realidad también fundamentan la elección de determinado léxico. Así es que nuestro autor nos habla de su preferencia por aquellas palabras que denotan imprecisión y vaguedad:

El proceder de Roma consistía en que lo que un testigo declaraba haber visto con sus propios ojos y lo que un juez ordenaba con su más cierto saber, concebíase con este modo de hablar: paréceme... Gusto de esas palabras que suavizan y moderan la temeridad de nuestras afirmaciones: Quizá, En cierto modo, Algo, Dicen, Creo, y otras semejantes (III, 11: 296–297)27.

Y también de un vocabulario vulgar, de un “discurso de la bajeza” que ya se nos anuncia en el célebre prefacio “Al lector”: su libro es “de buena fe” y con él “no se ha propuesto otro fin que el doméstico y privado. En él no he tenido en cuenta ni el servicio a ti, ni mi gloria [...]. Quiero que en él me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues píntome a mí mismo28.

Es necesario deslindar el valor de la palabra como medio de conocimiento del que tiene como institución. En el ensayo “Del mentir”, se reflexiona sobre la universalidad de la mentira, la relación entre la palabra y el honor y se afirma el valor de la palabra como fundamento de la vida en sociedad. Si bien, como vimos, “las palabras” pueden no tener el menor valor, Montaigne asume que nuestro entendimiento se realiza por medio de la palabra: “[...] si llega a faltarnos dejamos de sostenernos, dejamos de conocernos entre nosotros. Si nos engaña, rompe nuestro trato disolviendo todos los lazos de nuestra sociedad” (II, 18: 418–419).

La identidad personal montaigneana no es diferente a la del resto de la realidad. Si, como hemos visto, la característica esencial de ésta es la diversidad, lo mismo vale para aquélla. Podríamos decir que si intenta –a través de su obra– construir una cierta (siempre inalcanzable) unidad, es precisamente porque su identidad se nos presenta siempre como menesterosa de ella. Nada más alejado de esta identidad que el bloque monolítico de lo que Ricoeur caracteriza como idem identidad.

La inconstancia es un rasgo tan importante –tanto personal como del hombre en general– que merece que le dedique uno de sus ensayos más importantes (“De la inconstancia de nuestros actos”). Allí afirma que, si bien hay cierta razón en juzgar a un hombre por los rasgos que son más comunes en él, “con frecuencia –nos dice– he pensado que incluso los buenos autores hacen mal en obstinarse en formar de nosotros una manera de ser sólida y constante”(II,1: 10). Así como las palabras son “formas” inadecuadas para apresar lo diverso de la realidad, “los buenos autores”, al categorizar a un hombre emprenden una misión que sólo es posible a costa de silenciar lo que escapa a la “forma” elegida: “escogen una manera de ser universal y según esta imagen, sitúan e interpretan todos los actos de un personaje, y, si no pueden retorcerlos bastante, los disimulan” (Idem).

El rasgo que mejor define a la naturaleza humana es su carácter cambiante y en esto lo que ella hace es acentuar algo que ya está presente en toda realidad. Ahora bien, lo característico del autor es que constantemente subraya la adecuación entre lo personal y “la humana condición” y es habitual en los Ensayos el paso constante de las afirmaciones generales a las personales y a la inversa. En “Sobre la inconstancia...”, por ejemplo, a las afirmaciones sobre la naturaleza humana, fundamentadas en los habituales ejemplos de la tradición y matizadas con algunas anécdotas picantes de su región, sigue la afirmación de la propia diversidad:

Si hablo de mí de distinta manera, es porque me veo de distinta manera [...] Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; ingenioso, atontado; iracundo; bondadoso; mentiroso, sincero; sabio, ignorante y liberal, y avaro, y pródigo [...] y cualquiera que se estudie bien atentamente, hallará en sí mismo [...] esta volubilidad y discordancia. Nada puedo decir de mí, de forma total, entera y sólida, sin confusión ni mezcla, ni en una palabra. “Distingo” es el término más universal de mi lógica (II,1: 14)29.

El texto nos enfrenta precisamente a la dualidad montaigneana. La única posibilidad de interpretarse a sí mismo (buscar la unidad) es respetando la diversidad. La identidad personal en Montaigne aparece siempre como evanescente, pero también como persiguiendo su propia unidad. Aquí se nos presentan dos significados de essayer a los que ya hemos aludido. Se trata de arriesgar30 –para el caso, arriesgarse–, y también de jugar. El intento de Montaigne es un riesgo en tanto puede caer en las esquematizaciones que tanto desprecia y al mismo tiempo es un juego: el juego de la interpretación, en este caso de sí mismo. No en vano las referencias a su libro, a su tema (sí mismo) y a las particularidades de su discurso suelen estar relacionadas con el tema de la valentía y de la libertad. Sirvan como ejemplos del primero: “Publicando y criticando mis imperfecciones, alguien aprenderá a temerlas. [...] Más, cuando todo se cuenta, jamás se habla de uno mismo sin perjuicio. Los reproches propios siempre se creen, las alabanzas jamás” (III, 8: 168)31 y también “Yo no sólo oso hablar de mí, sino hablar únicamente de mí; extravíome cuando escribo de otra cosa y desvíome a mi tema (III, 8: 192). Y del segundo:

Conozco por experiencia esta clase de carácter que no puede sostener una premeditación vehemente y laboriosa: si no se embarca con alegría y libertad, no dice cosa que valga la pena. Decimos de algunas obras que apestan a aceite de lámpara, por cierta acritud y rudeza que imprime el trabajo [...]. Mas además de esto, la preocupación por el bien hacer y esa contención del alma demasiado sujeta y dirigida a su objetivo, la condenan a muerte rompiéndola y trabándola...” (I, 10: 79)32.

Como ha argumentado Melehy33 los textos de los Ensayos tienen siempre las “marcas” de la subjetividad: no sólo la obvia insistencia en la primera persona (Je), sino las declaraciones explícitas acerca del carácter no general, no universal, parcial de sus afirmaciones. Montaigne aclara que no muestra ni pretende mostrar la totalidad de algo: cada juicio sobre algo, cada observación y proposición, se convierte en un juicio parcial acerca de ciertos aspectos de algo y estrictamente en su relación con el sujeto. Un sujeto que va emergiendo poco a poco en y por la escritura de estas relaciones: “Montaigne” surge entonces como una especie de entramado –cambiante– formado por los diversos fragmentos y sin constituir nunca una entidad estable. Así como la obra elude el estatuto de ser una obra acabada, él elude el de ser el autor que se posee a sí mismo controlando férreamente la producción del texto.

El texto de “Del ejercicio” nos confirma que el autor era perfectamente consciente de la originalidad de su tarea: “Sólo tengo noticias de dos o tres clásicos que hayan explorado este camino”, de las dificultades que ella implicaba: “No hay descripción de tanta dificultad como la de uno mismo [...]. Ora es menester tantearse, ora ordenarse y colocarse para salir a la luz pública” y del particular camino que ha escogido para realizarla: “Quizá quieren que dé testimonio de mí con obras y hechos, y no sólo con desnudas palabras. Pinto principalmente mis pensamientos, objeto informe, que no puede reducirse a producto artesanal. A duras penas puedo meterlo en ese cuerpo etéreo de la palabra” (II, 6: 63–64).

El tema de la interpretación tiene en el autor múltiples aristas. Pero ya se trate de la posibilidad de la interpretación de sí mismo, de los otros, de los textos o de las leyes, el problema radica en la diversidad. En uno de los ensayos en los que más sistemáticamente es tratado el tema de la interpretación y de la proliferación de las interpretaciones (“De la experiencia”) afirma que “[...] se nota por experiencia que tantas interpretaciones disipan la verdad y la destruyen”(III, 13:340). Una afirmación un poco sorprendente en el escéptico Montaigne: ¿es que acaso existe entonces algo así como la verdad? No necesariamente, porque no se está afirmando que exista un único significado verdadero, sólo se está diciendo que “la verdad” está en la obra interpretada. Precisamente la tesis que nuestro autor sostiene respecto de la aplicación de las leyes avala esta interpretación: si la ley es más útil cuanto más universal, si el intento de legislar de manera más concreta nos aleja cada vez más de la posibilidad de ser justos, ello no nos indica que “la verdad” de la ley deba entenderse de una forma rígida. Por el contrario, lo que asegura que una ley es “verdadera” es su capacidad para ser aplicada en muchos diversos contextos. La contraprueba que nos ofrece el autor es que no existen dos acciones similares: ¿qué sentido tiene entonces legislar para las diferentes circunstancias: “¿Qué han ganado nuestros legisladores con elegir cien mil especies y hechos particulares y unirles cien mil leyes? Ese número no tiene ninguna proporción con la infinita diversidad de los actos humanos” (III, 13: 338).

Aunque Montaigne sostenga que en su tiempo han proliferado las interpretaciones, nada nos lleva a concluir que el sentido exista precisamente en esa proliferación. Por el contrario, así como en el caso de la ley la multiplicación de las leyes particulares no nos acerca a “la verdad”, la variedad de interpretaciones no nos hace más expedito el camino hacia los textos: “Suelo tener más dudas sobre aquello que se ha dignado tocar el comentario. Tropiezo más en terreno liso, como ciertos caballos que conozco, que tropiezan más a menudo por caminos llanos” (III, 340).

Pero también este ensayo nos muestra la otra cara de la moneda: la proliferación de interpretaciones es un síntoma de nuestra “particular enfermedad”; la búsqueda del conocimiento es nuestra “diferencia específica”: la mente humana “... si no avanza, ni se empuja, ni se arrincona, ni se contradice, es que sólo está viva a medias;...su alimento es el asombro, la caza, la ambigüedad” (III,13: 341). Pienso que no es forzar los textos pensar que la particular empresa en la que Montaigne estaba empeñado no consiste –a despecho de algunos textos que parecen proclamar la posibilidad de la mirada objetiva34– en ponerse a sí mismo (ni al mundo) “como imagen”. De lo que se trata es, más bien, de una cacería en la que la presa siempre huye, de un juego que siempre está abierto: “[...]parecíame que no podría hacerle mayor favor a mi espíritu que [...] ocuparse de sí mismo y detenerse y asentarse en sí [...] mas resulta que, por el contrario, como caballo desbocado, dase cien veces más trabajo por sí mismo del que se tomaba por otros...”(I, 8, 72).

En su ensayo “Ficción literaria y realidad”, Kermode35 hace referencia a El hombre sin atributos. Al comienzo de la novela, Musil plantea que el orden narrativo es “unidimensional”, un orden que nos permite decir “cuando hubo pasado aquello, pasó esto”. Este orden tiene la apariencia de la causalidad y por ello nos resulta confortable. El personaje de Musil, por el contrario, “ha perdido su elemento narrativo elemental”, es multidimensional y fragmentario. Se pregunta Kermode: ¿por qué Musil no podía tener este orden narrativo? Porque, dice Musil “Todo se ha vuelto ahora no narrativo”. Escritos en el amanecer de la modernidad, los Ensayos no tienen –como los tendría una novela tradicional– un comienzo, un medio y un final. También aquí, como hemos argumentado, las necesidades del tema (la pintura de sí mismo) conducen a la forma abierta. Sin embargo, Montaigne logra configurar este particular sí mismo que ha creado mediante su obra, sin recurrir a la narración y en él –una vez más paradójicamente– la mismidad y la ipseidad coinciden. La unidad es, en este caso, diversidad.

Notas

* Este trabajo forma parte de la investigación “La construcción de la identidad personal: de Montaigne a Diderot”, financiada por el Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico (CONDES) de la Universidad del Zulia.

1 Cf. RICOEUR, P.: Tiempo y Narración, Vol III: “El tiempo narrado”, Siglo XXI Editores, México-Madrid, 1996: pp. 994-1002.

2 Cf. RICOEUR: Sí mismo como otro, Siglo XXI Editores, México-Madrid, 1996, especialmente la Introducción y los estudios V “La identidad personal y la identidad narrativa” y VI “El sí y la identidad narrativa”.

3 Cf. Ibid: p. 107, n. 1.

4 Las siguientes indicaciones de Ricoeur aclaran la terminología empleada: “La segunda intención filosófica, inscrita implícitamente en el título de la presente obra al sesgo del término “mismo”, es la de disociar dos significaciones importantes de la identidad [...], según que se entienda por idéntico el equivalente del idem o del ipse latino. [...] La propia identidad, en el sentido de idem, desarrolla una jerarquía de significaciones [...] cuya permanencia en el tiempo constituye el grado más elevado al que se opone lo diferente, en el sentido de cambiante, variable. Nuestra tesis constante será que la identidad en el sentido de ipse no implica ninguna afirmación sobre un pretendido núcleo no cambiante de la personalidad. [...] [Consideraré, a partir de ahora, la mismidad como sinónimo de la identidad–idem y le opondré la ipseidad por referencia a la identidad–ipse” (RICOEUR: Sí mismo como otro, pp. XII–XIII).

5 Les Essays de Michel de Montaigne (Edición de Pierre Villey, reeditada por V.L. Saulnier), PUF, Paris, 1965. Las referencias corresponden a la edición en castellano en tres volúmenes: Ensayos, (edición de María Dolores Picazo y traducción de Almudena Montojo), Cátedra, Barcelona, 2001 y serán indicadas en el texto colocando número de volumen, número de ensayo y número de página, ej.: III, 13: 359.

6 Cf. BRUSH, Craig B.: From the Perspective of the Self. Montaigne’s Self-Portrait, Fordham University Press, New York, 1994, p. 1.

7 Cf. FRIEDRICH, Hugo: Montaigne, University of California Press, Berkeley-Los Ángeles-Oxford, 1991: 340 y ss. Desde su aparición en 1949 la gran obra de Friedrich continúa siendo la fuente más importante en la bibliografía sobre el autor. Sobre este punto cf. BRUSH, p. 2.

8 Al comentar el libro un autor de la época escribió: “Este título es terriblemente modesto, si uno quiere tomar la palabra Essays en sus significados de intento o aprendizaje, éstos son extremadamente humildes...”, citado por FRIEDRICH, Montaigne: p. 341 n. 289.

9 Citado por FRIEDRICH, Montaigne: p. 342.

10 Cf. Fuentes del Yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996: esp. cap. X. El tema de la confrontación Montaigne-Descartes ha sido elaborado más recientemente por Hassan Melehy, Writing Cogito. Montaigne. Descartes and the Institution of the Modern Subject, State University of New York, Albany, 1997.

11 Tal es lo argumentado por Craig B. Brush en From the Perspective of the Self. Montaigne’s Self-Portrait, Fordham University Press, New York, 1994, pp. 119 y ss.

12 Le pacte autobiographique, Seuil, Paris, 1975. Citado por BRUSH, op. cit. p. 25.

13 Cit. por BRUSH: op. cit. p. 25.

14 Cf. El problema del Conocimiento, Vol. I: p. 211.

15 Cf. op. cit., esp. el cap. III “A Self–Portrait is not an Autobiography”.

16 Cf. DILTHEY, Wilhelm: Obras, Vol. VII, Ed. E. Imaz, FCE, México, 1978: p. 224.

17 Cf. GOODDEN, Angelica: The Backward Look. Memory and the Writing Self in France 1580-1920, Legenda, European Humanities Research Centre of the University of Oxford, 2000: p. 10.

18 Cf. BRUNO, Giordano: “Sobre la composición de las imágenes” en Mundo, magia, memoria (Ed. de Ignacio Gómez de Liaño), Biblioteca nueva, Madrid, 1997. Y, sobre Bruno, la obra del mismo GÓMEZ DE LIAÑO, El idioma de la imaginación. Ensayos sobre la memoria, la imaginación y el tiempo, Tecnos, Madrid, 1999.

19 Énfasis mío.

20 Cf. El problema del conocimiento, Vol. I, ps. 199–200.

21 “Ese defecto que impide la comunicación entre ellos (los animales) y nosotros, ¿por qué no ha de ser nuestro tanto como el suyo [...] pues no les entendemos más que ellos a nosotros” (II, 12:150).

22 “Con ellas (se refiere a las manos) pedimos, prometemos, llamamos, despedimos, amenazamos, suplicamos [...] nos arrepentimos, tememos [...] ¿Y qué hay de las cejas? ¿Y de los hombros? No hay movimiento que no hable un lenguaje ininteligible sin aprendizaje y lenguaje público: lo que hace que dada la variedad y el uso particular de los otros, éste debe ser considerado como propio de la naturaleza humana” (II, 12:150).

23 ”Un embajador de la ciudad de Abdera tras hablar largo y tendido con el rey Agis de Esparta, preguntóle: ¿Y bien, señor, qué respuesta quieres que lleve a nuestros ciudadanos? Que te he dejado todo cuanto has querido y mientras has querido, sin decir palabra. ¿No es éste un callar expresivo y bien inteligible?” (II,12: 150).

24 ”Y así las palabras valen más que los escritos, si se puede elegir entre dos cosas que no tienen valor alguno” (I, 10: 80).

25 Cf. FRIEDRICH, Hugo: Montaigne: p. 328.

26 Montaigne personaliza a la filosofía convirtiéndola en una discípula que ha olvidado las lecciones del maestro Sócrates. La censura al cuerpo, propia de los filósofos “astringentes y ascéticos” es condenada duramente por nuestro autor. Sobre este punto, cf. la obra de M.A. SCREECH, Montaigne & Melancholy. The Wisdom of the Essays, Rowman & Littlefield Publications Inc., Lanham, Boulder, New York, 2000 pp. 124-125.

27 Énfasis mío.

28 Énfasis mío.

29 Énfasis mío.

30 Cf. FRIEDRICH, Montaigne, p. 342, n. 291.

31 Énfasis mío.

32 Énfasis mío.

33 Op. cit. pp. 47-48.

34 Cf. por ejemplo: “Ni me amo tan insensatamente ni estoy tan atado ni unido a mí como para no poder distinguirme y considerarme aparte, como a un vecino, como a un árbol” (III, 8:192).

35 Cf. El sentido de un final. Estudios sobre la teoría de la ficción, Gedisa, Barcelona, 2000: pp. 127-149. Ricoeur se refiere al ensayo de Kermode en Sí mismo como otro: p. 149.


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