america116

América fue pensada libre, justa, extensa

lunes, mayo 30, 2005

La deuda Cultural

Roberto Hernández Montoya

Venezuela, agosto de 2000.

Injertemos el mundo en América, pero que el tronco sea América
José Martí

La deuda cultural

La deuda no es solo económica, al menos en el sentido economicista del término. La deuda interna en América es también, y sobre todo, simbólica. Las elites debemos todo a los excluidos y recíprocamente raras veces cobramos lo que ellos nos deben como humanidad. Nosotros debemos y no damos, ellos dan y nosotros no recibimos. Difícil mayor soberbia contra mayor humildad.

Las elites latinoamericanas, con las excepciones del caso, viven en una suerte de exilio interior que las fatiga en el esfuerzo de desconocer radicalmente toda raíz no europea de su cultura. Desde la casa enrejada y los barrios con alcabalas, como en Caracas, las elites latinoamericanas se desviven por aislarse de toda contaminación cultural que no tenga un sello de garantía europeo o estadounidense. Cualquier rasgo «contaminante» es rechazado encarnizadamente como un cuerpo extraño. Gran parte de la oposición a la presente experiencia política venezolana procede de ese racismo no demasiado enmascarado. No pretendo descalificar toda posible oposición, pero toda oposición tiene, para mí y sobre todo para el excluido, el deber de desmarcarse de esa radicalidad racista. Esas elites han preferido vivir muriendo de miedo en un país en que las mayorías viven muriendo de penuria.

Esas dos rabias de la exclusión —la del excluido popular y la del autoexcluido elitesco— viven encontrándose en toda especie de violencia, desde la violencia del secuestro colombiano hasta los senderos luminosos o la iracundia anónima de la delincuencia venezolana, tal vez la más sangrienta forma de enfrentamiento de clases de todo el continente, a juzgar por los partes de guerra de cada fin de semana.

De la raíz de esa deuda cultural en que nos desvivimos quieren discurrir estas palabras.

La frase de Martí es sugestiva. Como toda frase tautológica, es indiscutible. Pero, igualmente, diría Wittgestein, no nos informa de nada. Porque sigue planteado el problema que pretende resolver: cierto, el tronco debe ser América, pero ¿cómo es América?, ¿qué tiene ese tronco para que sea América?

Alguno dirá que somos católicos. Y la Iglesia celebra los quinientos años de la catequesis, sin mucho ruido, no sea que la gente se acuerde de la Inquisición y de la forma tan descortés en que trataron a Atahualpa, a Guaicaipuro y a Montezuma, entre otras cosas por infieles.

Otro sostendrá que somos mágicos y reales maravillosos y loquescos, que las chicas de Macondo vuelan y los habitantes de Comala conviven con los muertos. Más allá dicen que somos alegres, que babarabatiricoíbi, según el Beny, que si «ya tú vas a ver cómo te voy a poner a gozar», según las mamboletas del Cuarteto d’Aida.

O que somos tristes, por bolivianos o por peruanos. «Perdonen la tristeza», decía Vallejo, el «peruano del Perú», como él llamaba a su burro.

Y nuevos; entonces Copland compone una Fanfarria para el hombre común, y Dvorak una Sinfonía Nuevo Mundo. Los americanos somos el último grito en materia de humanos.

«Inventamos o erramos», dijo Simón Rodríguez. Pero hemos estado inventando y errando. Y las interminables gramáticas pardas, empeñadas en hacer de América la caricatura de la humanidad.

William Shakespeare, escritor latinoamericano
Una de las características estructurales de nuestra constitución histórica es una entidad de carácter protagónico, que, a falta de mejor término, llamaremos la Vindicación Nacional. Es decir, la tensión, el desequilibrio de valores provocado por nuestro origen; la conflagración de civilizaciones que generó nuestro mestizaje. Desde ese momento se inició un proceso dramático que en estos meses se ha dado en denominar «encuentro de dos mundos», a propósito del V Centenario. Nuestro discurrir histórico instaló un desequilibrio radical: la diferencia de potencial que se generó entre vencedores y vencidos. Vencedores y vencidos, claro está, en la medida en que aún persisten en percibirse tales. En la encrucijada nacional presente, este tema, que ha sido obsesivo en nuestra reflexión étnica, política, etológica, moral, histórica, estética, merece una revisión completa y renovada a fin de intentar hallar en él no solo un balance, sino las claves de nuestras opciones civilizatorias. Para ello, trataremos de ubicar el fenómeno en el contexto histórico general de la Humanidad, como uno de los componentes de su desarrollo y de su diversidad inevitable. Es decir, no pensamos que nuestro «complejo histórico» sea un hecho insólito, aislado de otros antecedentes similares, sino más bien un hecho recurrente y sistemático de la historia humana.

En otros tiempos, en otros espacios, se ha dado la constante: un grupo vencedor somete a otro y esa experiencia instala en la cultura común resultante un diálogo traumático que se despliega por todos los detalles de la estructura simbólica —el conjunto de figuras, de paradigmas, con el que los protagonistas se representan su propia naturaleza humana.

Sea que los vencidos persistan en la vindicación colectiva de un modo consciente, respaldados por un sistema de valores explícitos (caso de la España de la Reconquista, con el Cristianismo como sistema de valores para la resistencia), sea una vindicación colectiva respaldada por valores difusos y cambiantes (el caso latinoamericano, que luego explicitaremos), nunca cunde una resignación prolongada y verdadera. Ni el dominante descansa en su insistencia por vindicar su «diferencia» (representada, desde luego, como «superioridad»), ni el dominado resigna su derecho a restablecer sus fueros. Entre la derrota y la victoria (o la victoria y la derrota, según que se mire desde el ángulo del vencedor o del vencido), hay una sucesión de estados intermedios, que discurren generalmente por negociaciones, claudicaciones, enfrentamientos de distinta magnitud (desde la cimarronera esporádica hasta la Guerra Federal).

Las actuales convulsiones de la Europa Oriental son una manifestación más de este fenómeno histórico. En otros pocos casos la historia discurre por ríos profundos y lentos, en los cuales los vencedores y los vencidos se diluyen entre sí y constituyen una comunidad homogénea en lo que respecta a los orígenes que reconoce para sí. Entonces ya no figura nadie como vencedor o vencido. En el momento presente los europeos, en sus exigencias regionales de autonomía, ya no reivindican su condición de galos, godos u ostrogodos, ya perimida. Sin embargo, sí reivindican su condición de corsos, irlandeses o vascos, aún vigente.

Este modelo general de la dominación es tan persistente que casi nos tienta a considerarlo parte de la elusiva «naturaleza humana».

Durante nuestra historia latinoamericana particular ha habido un proceso claramente visto y revisto: la experiencia cultural que nos escinde en dos raíces, por cierto abusivamente simplificadas en nuestra conciencia, que se enfrentan en un conflicto cuyo aire irreparable es la parte más dramática del problema:

la raíz europea, «blanca», en más de un sentido, «culta», que promete progreso y luz, y
las raíces no europeas: africana una, indígena la otra, «oscuras» en más de un sentido, «incultas», que prometen atraso y tiniebla, etc.
En esto de colores, claro está, no hay ninguna pretensión científica. Sabemos lo que, con razón, piensa de las «razas» la antropología, que no son una entidad científica, ni en el plano cultural ni en el plano biológico. Sin embargo, no teniendo una validez de realidad sí la tienen simbólica y política y en alto y lamentable grado. El racismo ha pasado de la argumentación seudocientífica de un Gobineau —y del fascismo en general— a una práctica pura y simple: «Sé que no tengo argumentos, pero igual soy racista», «los negros son superiores, pero ellos allá y yo aquí», como dice un godo irónico, etc.

Decimos que es «blanca» en más de un sentido porque la condición alba se presenta como trasunto de la pureza, de lo confesable y de lo válido. Igual hablamos de «oscuro» en más de un sentido, en la medida en que lo turbio pertenece al paradigma de lo inconfesable, subterráneo, húmedo, ilegítimo. Como se ve, los paradigmas estamentales que en la Colonia eran explícitos, hoy conservan una vigencia estratégica implícita en nuestro zócalo axiológico. Raras veces se invocan en el discurso público; todo lo contrario: el presupuesto de todo discurso parece ser la igualdad, la fraternidad y la libertad. Sin embargo, en la praxis, presiden toda premisa de acción. Es de esta esquizofrenia de lo que también quieren tratar estas palabras.

Ha sido un trauma estudiado, cantado, execrado, vuelto arte y literatura por nuestros ensayistas, nuestros poetas, nuestros artistas, nuestros músicos. Desde la idea de que «sólo en Europa hay salvación» hasta la de que «sólo contra Europa hay salvación», hemos oscilado en un ánimo «Ariel» y un ánimo «Calibán». En su última obra, La Tempestad, Shakespeare presenta una evidente alegoría de nuestro proceso cultural. Luego de un naufragio, Próspero llega con su hija Miranda a una isla (del Caribe, aparentemente), en donde encuentra a dos genios, dos duendes: Ariel, espíritu feliz, armonioso, elegante, hermoso y obediente, y Calibán, espíritu tortuoso, turbio, contrahecho, lascivo y rebelde. Próspero enseña a hablar a Calibán y éste solo usa esa lengua para insultar a su amo y maestro, Próspero. Vale señalar dos aspectos discursivos fundamentales: a pesar del origen napolitano y milanés de los personajes, se trata de nombres españoles (Nápoles fue una posesión española por esa época), y que el nombre «Calibán» parece metátesis de «caníbal», término que a su vez parece originado en la idea de que los «caníbales» eran súbditos del Can (o Khan) de China, etc., pues Colón no venía a América, sino al Oriente. Asimismo, el término «caribe» parece ser también una corrupción de caníbal... La historia concluye en el restablecimiento de la armonía y en la libertad de Ariel, que Próspero le había prometido a cambio de su servidumbre, que, para Ariel, es gozosa. En esto no hemos incorporado la reflexión de Rodó en su obra Ariel, ubicada en necesidades teóricas que no recusamos necesariamente, pero que son distintas a las que planteamos en la presente reflexión. Parecida cosa podemos decir de la obra de Roberto Fernández Retamar, Calibán caníbal. No parece tampoco la verificación dudosa de estas etimologías del nombre Calibán. Solo las señalo porque son significativas de una posible interpretación de La Tempestad.

Parte de esta parábola —no pretendemos con estas palabras agotar las posibles lecturas de una obra tan intrincada como La tempestad— nos permite la configuración de nuestros dos paradigmas cardinales: Ariel el colonizado dócil y Calibán el colonizado indócil. El ánimo «Ariel» es el que nos promete que, sometiéndonos a una severa disciplina de inspiración europea, alcanzaremos con toda seguridad el mismo nivel de desarrollo que ha alcanzado ese continente. Este ánimo ha transcurrido por diversas manifestaciones ideológicas: cierto positivismo racista y fatalista (el representado por autores como Laureano Vallenilla Lanz), el desarrollismo y, actualmente, lo que se ha llamado neoliberalismo, con algunas connotaciones «posmodernistas» no muy claras, no muy confesas, pero sí de un tenor mesiánico y escatológico semejante al del positivismo y otras ideologías del «progreso definitivo» como el marxismo. El ánimo «Calibán» es el que proclama que hay que derrocar el designio europeo de dominación y hallar exclusivamente en nosotros mismos la nueva «luz», etc. Estos ánimos, estos paradigmas, se despliegan en dos matrices ideológicas básicas:

El indigenismo, de inspiración romántica, que exalta nuestra raíz aborigen (algunos añaden la africana) como trasunto del Buen Salvaje, de donde emanaría nuestra «pureza» americana y americanista.
La liberación nacional, que curiosamente exalta hasta la apoteosis las dos raíces «oscuras» y al mismo tiempo proclama la salvación mediante ideologías liberadoras de clara raíz europea y europeísta: cierto positivismo populista (el representado por autores como Rómulo Gallegos), los marxismos, la teología de la liberación... En este segmento del calibalismo más o menos «malcriado», no hay que desestimar cierta reivindicación subterránea del narcotráfico como respuesta de América Latina ante el mundo...
Estas dos actitudes, estas dos obsesiones, estas dos compulsiones, han estado enfrentadas durante cada minuto de nuestra historia. Hemos oscilado entre Ariel y Calibán y, peor aún, los hemos sentido convivir dentro de nosotros mismos, simultáneamente, causándonos dolorosas desgarraduras, pues no ha sido posible renunciar a ninguno de los dos de un modo radical. El más rabioso Ariel se encuentra de frente con la arrogancia del vencedor y se enfrenta con dos opciones igualmente inclementes: volverse Calibán o someterse sin orgullo. Generalmente se opta por ambas, esquizofrénicamente, es decir, se vuelve un esperpento. Asimismo, el más rabioso Calibán se encuentra con que no puede renunciar a los elementos de la raíz europea que dan forma a la mayoría de nuestras instituciones, y hasta la propia lengua que hablamos (la lengua de Próspero con que Calibán lo insulta). Se encuentra también con que ya no es posible «volver al origen», entre otras cosas porque el tal origen indigenista no fue paradisíaco, desde el puñal de obsidiana con que en México se hacían los sacrificios humanos al «ana karina rote» racista y totalitario de nuestros ancestros. «Ana karina rote» significa ‘solo nosotros somos hombres’. El buen salvaje no era tan bueno como aún se le sigue pintando. Es decir, el buen salvaje era tan humano —o tan «inhumano»— como nosotros. Si era menos destructivo era por su relativa debilidad bélica.

Estos dos paradigmas (Ariel y Calibán) no discurren solo por las experiencias históricas que hemos aludido (montoneras, guerras civiles, revoluciones, etc.) sino por un radical racismo de nosotros mismos que opera según una lógica inexorable: si «esto» no vale nada, ¿a qué respetarlo? «Esto» suele ser el país, la región, el organismo, la situación, el partido, la «causa»... Dudoso «ideario» que alimenta por igual la conducta del negligente y del corrupto, del claudicante y del irresponsable, del demagogo y del dictador rapaz, a pesar del respeto puramente gestual de los principios. No por azar la experiencia de estos personajes ha sido no pocas veces dramática y en ocasiones trágica. Nadie se siente bien en el contexto de esta ansiedad de la existencia.

Ello es así porque ninguno de los dos paradigmas puede darse en estado puro, ni conceptualmente ni en la práctica, aunque su desvelado sueño sea hallarse al fin solo consigo mismo, para que el otro no lo inquiete y lo atormente con su brutal «sentido de realidad».

Calibán, por su lado, presenta la cara oscura. Es el genio de lo oscuro, lo pardo, lo infame. Y la obsesiva violación de los principios que actualmente acosa la conversación cotidiana del venezolano, pareciera ser el resurgimiento constante de ese inconsciente que nos reclama constantemente que esos principios de Ariel se nos han presentado no como una invitación amable a la convivencia, sino como una imposición violenta y arbitraria del vencedor, de Próspero. Vivimos en la repulsión interior de nuestros actos reales, que, de algún modo, son una respuesta perversa a la imposición de principios nobles realizados mediante el método brutal de la farisaica declaración, pues no es cierto que el ánimo Ariel vino cumpliendo los principios que proclamaba, sino con la avilantez que hemos conocido en los conquistadores. Así, discurre nuestra inconsciencia, ¿a qué cumplir principios que no son más que mera cortina de humo precisamente para cultivar luego el vandalismo? Y así Ariel falso y Calibán revuelto, han entretejido una historia en que la autenticidad ha vivido como ente marginal y ridiculizado.

Ha sido, pues, una danza macabra que se ha bailado entre dos.

Llegados aquí no podríamos acogernos ingenuamente sea a la Leyenda Dorada, sea a la Leyenda Negra. Y si la historia que seguimos contando «se escribe a bordo aunque se esté en tierra», como ha dicho José Ignacio Cabrujas, «¡Barco!», El Diario de Caracas, 7/7/91) habrá que atreverse a mirar(se) tanta desgarradura. No en balde Walter Benjamín, retomando la ambivalencia de toda cultura, destacaba que: «No existe un testimonio de cultura que no sea al mismo tiempo de barbarie».