El Chivo expiatorio en Grirard
El chivo expiatorio
Magally Ramírez R.
Soy el Minotauro y realizo mi orgía como bestia divina y repulsiva, me hundo en el abismo,
mi martirio está acercándose, no obstante, no me voy a rendir sin luchar frente al sacerdote
y a los miles de fieles presentes, pero yo sé que encontraré el castigo dentro de la arena,
de mi redención se recompone la imagen de un cuerpo bellísimo de muchacha.
Hay que decirlo de una vez, sí, la venganza es un proceso infinito, interminable. Es necesario investigar su papel dentro de las sociedades primitivas y modernas, su trasfondo temible. Se trata de averiguar cuál es la conexión entre sacrificio, violencia, ritual, venganza, víctima y crisis sacrificial. La sociedad desconoce lo que realmente esconde la violencia. Hay una evasión de la misma. El hombre moderno tiende a aplacarla. Urge develar los mecanismos por medio de los cuales el hombre canaliza, desplaza y disimula el sacrificio, la violencia y lo irracional. Se trata de ignorar las aberraciones más ocultas del pensamiento.
El pensamiento interdisciplinario de René Girard ha evolucionado hasta construir toda una teoría de la cultura fundada en dos concepciones axiales: “La representación del deseo como pulsión mimética, que da origen a la violencia en el seno de la comunidad, y la sacralización de ésta por la vía del mecanismo del chivo expiatorio”[1]. Girard define la violencia como elemento fundador de lo sagrado, del mito y del rito, los cuales a su vez consolidan y prolongan todo orden cultural y social. En las sociedades prejurídicas, la función social que cumple lo religioso consiste, estrictamente, en concentrar y aliviar "las tensiones internas, los rencores y todas las veleidades recíprocas de agresión en el seno de la comunidad"[2], proporcionando una víctima sacrificable a expensas de la cual se efectúa una auténtica operación de transfer colectivo. Ante la amenaza cotidiana de la violencia "esencial", de la venganza interminable, el sacrificio ritual se presenta en estas comunidades como un instrumento catalizador, a la vez que como justificación teológica que oculta el hecho real. Aquí el sacrificio tiene una función real y el problema de la sustitución se plantea en toda la colectividad. El sacrificado no reemplaza a tal o cual individuo especialmente amenazado, no es ofrecido a tal o cual sujeto especialmente sanguinario; por el contrario, sustituye y se ofrece a un tiempo a todos los miembros de la sociedad. Es la comunidad entera a la que el sacrificio protege de su propia violencia, es la colectividad absoluta la que es desviada hacia unas víctimas que le son exteriores. El sacrificio polariza sobre la víctima unos gérmenes de disensión esparcidos por doquier y los disipa proponiéndoles una satisfacción parcial.
La antropología que intenta desarrollar René Girard es específica de la religión. Se basa en el crimen fundador y todo lo que ello supone. A partir de ahí se interesa por las reglas originales de nuestra cultura –la cual reposa esencialmente en los ritos y las prohibiciones– y también por las instituciones, que son un producto indirecto de la religión. Sin embargo, el trabajo de René Girard no tiene en esencia nada de místico. Al contrario, puesto que convierte lo religioso arcaico en el resultado de un error de interpretación de lo que él llama el "fenómeno victimario". Su punto de partida es el siguiente: el acto fundamental de la sociedad primitiva, que está en el origen de la nuestra, es la designación de una víctima, un chivo expiatorio, y el fomento de la ilusión de su culpabilidad con el fin de permitir la salida de toda clase de tensiones colectivas. Posteriormente esta ilusión se convierte en fundadora de ritos que la perpetúan en el tiempo, así como mantienen unas formas culturales que desembocan en instituciones. Las sociedades modernas arriban, finalmente, a la instauración de los sistemas judiciales, cuya mayor eficacia es el sistema curativo; lejos de desterrar el principio de la venganza, el sistema judicial se adecua mejor a él desde el momento en que está organizado en torno al culpable y al principio de culpabilidad, ofreciendo, al mismo tiempo, “una teología que garantiza la verdad de su justicia”[3]. La violencia es legal e ilegal. El poder judicial y el sacrificio tienen el mismo papel, la misma función; el poder judicial es una estructura de poder que apacigua, racionaliza y evade la violencia; en la crisis sacrificial siempre se pone en tela de juicio la uniformidad de la culpa. El ritual es un rodeo de lo que verdaderamente es la violencia.
El deseo mimético es lo que estructura las relaciones humanas, y la violencia es el resultado de la imitación. El rival desea el mismo objeto que el sujeto. La rivalidad no es el fruto de la convergencia accidental de dos deseos sobre el mismo objeto: el sujeto desea el objeto porque el rival lo desea. Los neurólogos nos recuerdan con frecuencia que el cerebro del hombre es una enorme máquina que imita. La mimesis de apropiación es contagiosa y cada vez más los sujetos se concentran en el deseo de un único objeto. Volvemos a una vieja idea cuyas implicaciones, no obstante, siguen siendo menospreciadas. La codicia es esencialmente mimética, se calca sobre un deseo modelo, se presenta como pudiendo servir de espejo a los demás; cada cual va repitiendo "imítenme" con el fin de disimular su propia imitación. Dos deseos que convergen hacia un mismo objeto se obstaculizan mutuamente. Toda mimesis en el dominio del ideal anhelado conduce automáticamente a conflictos.
Lo cierto es que, al establecer comparaciones entre los distintos mitos, se descubre que el linchamiento, la ejecución de una víctima designada, no es un fenómeno textual ni legendario. Constituye una empresa de pacificación por medio de una víctima que, cuando congrega contra ella a todo un grupo, produce miméticamente un apaciguamiento, incluso un reencuentro. Por razones misteriosas, las sociedades han reproducido este gesto reconciliador bajo la forma de sacrificios o ritos sagrados, y esta repetición se ha convertido ella misma en una institución. Es el caso típico de la lapidación codificada por el Levítico. Del mismo modo, los etnólogos han demostrado, desde hace ya mucho tiempo, que existía una forma primitiva de justicia griega por medio del asesinato colectivo. Al vincular víctimas, ritos e instituciones, asistimos al nacimiento del poder político. En los mitos, las víctimas son siempre culpables porque el relato está escrito siempre desde el punto de vista del engaño y la ilusión creados por el fenómeno victimario. Porque es culpable, la víctima extingue la violencia y accede a la categoría mítica. Es lo que Girard llama el deseo mimético.
El cristianismo realiza una revolución única en la historia universal de la humanidad. Al suprimir el papel del chivo expiatorio, al salvar a los lapidados, al dar la otra mejilla, la fe cristiana priva de forma brusca a las sociedades antiguas de sus víctimas sacrificiales habituales. Ya no cabe dar salida al mal arrojándose sobre un culpable designado, cuya muerte sólo procura una paz falsa. Al contrario, se toma el partido de la víctima al rechazar la venganza, al aceptar el perdón de las ofensas. Eso que supone que cada uno vigile al otro en relación con unos principios fundamentales y que cada uno se vigile a sí mismo.
La muy personal lectura de Edipo rey y Las bacantes le permite afirmar a Girard que este género dramático originario alcanza el “equilibrio de los auténticos ritos”, en cuanto a que, en un primer impulso, los autores griegos, a fuerza de inspiración, conseguían remontarse a los orígenes mismos del rito, recreando la crisis sacrificial que se ha producido en el seno de una multitud impulsada por movimientos pánicos, presa de un furor homicida: “La tragedia avanza hacia la verdad exponiéndose a la violencia recíproca, exponiéndose como violencia recíproca, pero siempre acaba por retroceder”[4]. Retrocede para terminar restaurando el orden que ella misma ha puesto en crisis porque, al igual que el rito, no está orientada hacia la violencia sino hacia la paz. La tragedia es definida por Girard como una representación tendenciosa, como la inversión propiamente mítica de un acontecimiento que realmente ha ocurrido: la acción desarrollada en la escena es una deformación refinadamente hipócrita de la realidad histórica.
Para Girard, el sujeto no puede padecer la violencia sin experimentar un despertar del deseo. Así comprendemos cada vez mejor por qué en Edipo rey los bienes que simbolizan el ser, el trono y la reina se perfilan detrás del brazo levantado del desconocido del cruce. La violencia es padre y rey de todo. Yocasta lo confirma al declarar que Edipo pertenece a quien le hable cuando se le habla de fobos, es decir, de desgracia, de terror, de desastre, de violencia maléfica. Los oráculos de Layo, de Creón y de Tiresias, todas las malas noticias de los mensajeros sucesivos, son tributarios de este logos fobos al cual pertenecen todos los personajes del mito. Y el logos fobos es, a fin de cuentas, el lenguaje del deseo mimético y de la violencia, lenguaje que no tiene necesidad de palabras para transmitirse de uno a otro. Girard condena el habla como uno de los más violentos procesos del hombre, y en Edipo rey todos los actantes giran en torno a un discurso agresivo.
Edipo es el producto de la sordidez ancestral, de una trasgresión anterior, la de su padre. Layo, desplazado del poder, destruye el orden al violar a Crisipo, su sobrino, después de que Pélope, su tío, lo acogiera en su propio palacio. Zeus lo maldice, lo condena a través del hijo. La violencia fundadora es, en este caso, la homosexualidad de Layo, símbolo de la culpa original que Edipo heredará más tarde: su nacimiento viene cargado con la perversión de los padres, y el oráculo constituye el símbolo religioso que lo dictamina como chivo expiatorio. La trasgresión de la norma contamina, junto con la calamidad, a toda la ciudad, iniciando la violencia agrupada. Quien hace el papel de víctima –Edipo en este caso– viene a cerrar la plaga colectiva. La peste es el símbolo de la búsqueda de la víctima propiciatoria, que elabora el pharmakos, la cura, la cual –por breves momentos– calma el conflicto del sacrificio. Todos contra él, el mártir paga un crimen del que no es totalmente responsable; la redención es siempre violenta: si no hay crimen, no hay cambio. El sacrificio se convierte en una necesidad para buscar un orden, que sólo lo procura la culpa compartida.
Edipo es arrojado de vuelta a la violencia de lo sagrado, que culmina con la ceguera. Se convierte así en la víctima expiatoria que forma un círculo de presión alrededor de la víctima; con los ojos sin miedo habrá cumplido su destino, habrá restaurado el orden de Corinto y expiará su culpa trágica en Colono. Indecible horror. En medio de la violencia contagiosa estallan los más pavorosos episodios, el poder del rey proviene de haber vuelto contra los hombres la agresividad fundamental de ellos mismos; el pharmakos es veneno y remedio a la vez; el delito compartido le lleva al límite de su derrumbe, le hace experimentar su abyección innata y lo expropia de sí mismo, entregándolo a un movimiento alterno de avance hacia una exterioridad donde no puede sino hundirse y retroceder hacia una pureza también desoladora y alienante.
En casi todas las sociedades existen fiestas que conservan por mucho tiempo un carácter ritual. El observador moderno ve en ellas, sobre todo, la trasgresión de las prohibiciones. Es menester inscribir la trasgresión en el marco más amplio de un desvanecimiento general de las diferencias: las jerarquías familiares y sociales se suprimen o bien se invierten temporalmente. Todo lo anterior se asocia a menudo con la violencia y el conflicto; no podemos poner en duda que la fiesta constituye una conmemoración de la crisis sacrificial. El mito griego de las bacantes se presenta en un primer momento como una bacanal ritual. El poeta trágico subraya la dilución de las controversias. Dionisos hace que se derrumben las barreras entre los hombres, tanto las de la riqueza como las que separan a los sexos, las de la edad, etc. A todos se les llama al culto del dios. En los coros los ancianos se mezclan con los jóvenes; las mujeres están en pie de igualdad con los hombres. La bacanal de Eurípides es la de las mujeres de Tebas. Después de haber implantado su culto en Asia, Dionisos está de vuelta en su ciudad natal, bajo los rasgos de un joven discípulo que ejerce sobre la mayoría de los hombres y de las mujeres un extraño poder de seducción. Verdaderamente poseídas por el dios, su tía Agave, su prima Ino y todas las tebanas se precipitan fuera de sus hogares para vagabundear por el Citerón, celebrando allí la primera bacanal.
La tarea es tanto más fácil precisamente porque la bacanal perpetúa un aspecto esencial de la crisis sacrificial, aspecto que conocemos con el nombre de desvanecimiento de las diferencias. Pacífica primero, la no distinción dionisíaca resbala de manera rápida hacia una indiferenciación violenta particularmente acentuada. La abolición de la diferencia sexual, que surge en medio de la bacanal ritual como si se tratara de una fiesta del amor y de la fraternidad, se transforma en antagonismo durante la acción trágica. Las mujeres se vuelcan hacia las actividades más violentas de los hombres, hacia la cacería y la guerra. Quieren avergonzar a los hombres por su molicie y por su feminidad. Bajo los rasgos de un efebo de pelo largo, Dionisos, en carne y hueso, fomenta el desorden y la destrucción. Después de haberle recriminado por su apariencia afeminada, Penteo –preso de un deseo malsano– se disfraza de bacante para ir a espiar a las mujeres que se agitan por las faldas del Citerón. En Las bacantes también interviene una eliminación de la distancia que hay entre el hombre y el animal, hecho que siempre se asocia con la violencia. Las mujeres se arrojan sobre un rebaño de vacas creyendo que son hombres que vienen a perturbar sus juegos. Penteo, delirando de rabia, amarra un toro en su establo, creyendo amarrar al mismo Dionisos. Agave comete el error inverso: cuando las mujeres descubren a Penteo espiándolas, a Agave se le antoja que se trata de un "joven león" y es la primera en asestarle los golpes que causarán posteriormente su muerte.
Otra controversia que tiende a borrarse durante la acción trágica, aparentemente insuperable, es la incompatibilidad entre el dios y el hombre, entre Dionisos y Penteo. No encontramos nada en Dionisos que no disponga en Penteo de algo análogo. Dionisos es doble. Por un lado, está el Dionisos que definen las ménades, celoso conservador de la legalidad, defensor de las leyes divinas y humanas. Por el otro, tenemos al Dionisos subversivo y disolvente que se hace patente durante la acción trágica. Descubrimos idéntico desdoblamiento en Penteo. El rey de Tebas se presenta ante nosotros como un conservador piadoso, como un protector del orden tradicional. En los comentarios del coro, por el contrario, Penteo aparece como un trasgresor, como un audaz descreído, cuyas empresas impías instigan sobre Tebas las iras de los todopoderosos. Y Penteo, efectivamente, contribuye al desorden que pretende impedir. Hace personalmente de bacante, se convierte en un poseído de Dionisos, es decir, de una violencia que vuelve a todos los seres semejantes –sin excluir a los "hombres" y a los "dioses"– en el seno de la más feroz oposición y por medio de ésta.
Todos los rasgos distintivos de cada protagonista emergen, al menos esbozados o sugeridos, en el que está enfrente. La divinidad de Dionisos, por ejemplo, se envuelve de una humanidad secreta que subraya su aparición bajo los rasgos de un joven efebo. Paralelamente, la naturaleza de Penteo se complica, si no de un aspecto divino, al menos por la sed de convertirse en dios, cosa que se pone de manifiesto en las pretensiones sobrehumanas que acompañan su abandono final al espíritu dionisíaco: ¿podré llevar sobre mis espaldas el Citerón y sus cavernas, y las bacantes también? En el éxtasis dionisíaco, toda diferencia entre dioses y hombres tiende a abolirse. Si surge una voz de la verdad dionisíaca en el transcurso de la obra, ésta es la de las ménades lúdicas, y éstas se pronuncian sin equívoco. El frenesí hace de todo poseído otro Dionisos: ¡quien dé nuevo impulso a la danza se convierte en Bromios!
Podríamos especular que el éxtasis de Penteo, y el de las bacantes tebanas, es tributario de una hibris culpable, mientras que, en lo que se refiere a Dionisos y a las ménades, todo es verdaderamente divino: incluso la peor de las violencias resulta legítima, porque el dios es dios y el hombre es hombre. En el plano de la intriga general, la distancia entre dios y hombre nunca se desvanece: se afirma reiteradamente, tanto al comienzo como al final de la tragedia. Pero ocurre algo totalmente diferente a lo largo de la acción trágica: durante ese período, los contrastes se mezclan y se evaporan sin excluir el alejamiento entre lo humano y lo divino.
La inspiración trágica, como vemos, tiende hacia un mismo resultado tanto en Las bacantes como en Edipo rey. Disuelve los valores míticos y rituales en la violencia recíproca. Revela la índole arbitraria de todas las discrepancias. Nos empuja inevitablemente a plantearnos una pregunta decisiva en lo que se refiere al mito y al orden cultural en su conjunto: ¿cómo una masa desorganizada, por razones desconocidas –y cuyo conocimiento no es verdaderamente necesario–, llega a un grado extremo de histeria colectiva? Esta muchedumbre termina por precipitarse sobre un individuo, que nada particularmente esencial designa para que todos lo odien, pero que no por ello deja de polarizar, en muy poco tiempo, las sospechas, la angustia y el terror de sus compañeros. Su muerte violenta procura a la comunidad el motivo que estaba necesitando para encontrar nuevamente su tranquilidad.
El esparagmos, descuartizamiento ritual, repite e imita con escrupulosa exactitud la escena del linchamiento que pone fin a la agitación y al desorden. La sociedad quiere apropiarse de los gestos que le aportaron la salvación. En consecuencia, la absoluta naturalidad es –muy paradójicamente– lo que el rito intenta fijar. Aquí, como en tantos otros casos, la tragedia se sitúa en un lugar intermedio y ambiguo, entre el ritual y el modelo espontáneo que este ritual se esfuerza por reproducir. En la perspectiva de la religión ya constituida, será Dionisos quien envíe a Penteo a la muerte. El dios es dueño del juego, lo domina en su desarrollo; prepara anticipadamente el primer sacrificio, su propia expiación, el más terrible y el más eficaz de todos, el que verdaderamente libera a la comunidad desgarrada. En la perspectiva de la religión que se está constituyendo, la muerte de Penteo es una resolución confiable que nadie podía prever ni organizar.
La violencia colectiva parece haber sido enteramente revelada, pero lo esencial permanece disimulado, es decir, permanece la elección arbitraria de la víctima y la sustitución sacrificial que reconstituye la unidad. La expulsión propiamente dicha permanece oculta, en el trasfondo, y sigue conservando todo su poder y eficacia, ya que es ella la que estructura su propia representación bajo la forma del sacrificio instituido. En la perspectiva de la crisis sacrificial, las relaciones entre los dobles, Dionisos y Penteo, son recíprocas, de doble sentido. No hay más razones para que sea Dionisos, en vez de Penteo, quien sacrifique a su compañero. Una tercera vía se abre a la investigación. En todos los deseos que hemos observado, nos encontrábamos no sólo con un objeto y un sujeto, también había un tercer término, el rival, al cual podemos intentar conceder, por una vez, la primacía. No se trata aquí de identificar de manera prematura a ese rival. El asunto es definir la posición del rival en el sistema que forma con el objeto y el sujeto. El rival apetece el mismo objeto que el sujeto. Renunciar a la primacía del objeto y del sujeto para afirmar la del rival no puede significar sino una cosa: la rivalidad no es el producto de una convergencia accidental de las dos aspiraciones sobre el mismo objeto; el sujeto anhela el objeto porque el propio rival precisamente lo desea. Al ansiar tal o cual objeto, el rival designa al sujeto como deseable. El rival es el modelo del sujeto, no tanto en el plano superficial de las maneras de ser, las ideas, etc., como en el plano más esencial de la ambición.
La violencia se convierte en el significante de lo absoluto deseable, de la autosuficiencia divina, de la "bella totalidad" que no seguiría pareciendo tal si cesara de ser impenetrable e inasequible. El sujeto adora esta violencia y la odia; busca dominarla por medio de la violencia; se enfrenta a ella; si por casualidad triunfa, el prestigio del cual ésta gozaba pronto se disipará; será preciso que busque, por otros lados, una violencia más violenta aún, un obstáculo verdaderamente infranqueable. Este deseo mimético se confunde, en verdad, con el contagio impuro; motor de la crisis sacrificial, destruiría a toda la comunidad si no existiera la víctima expiatoria para detenerlo y la mimesis ritual para impedir que se desenfrene nuevamente.
Nada es verdadero, nada es falso, las personas se angustian porque no saben lo que es bueno, lo que es malo. El mito se construye por la unidad de la conciencia colectiva, en el mito no hay polémica, el mito es una creencia. En el mito hay adoración, embobamiento, fascinación. La colectividad tiene necesidad de una víctima sacrificial, el odio unifica a las masas, el hombre se une por un sentimiento: la irracionalidad. En las multitudes se pierde la individualidad, se imita a otros. La ineficiencia de las masas queda demostrada por la unanimidad y la imitación, que son los gérmenes que bautizan la irracionalidad. Lo religioso es la parte insensata, conlleva al fanatismo, no se comprende sino a partir de los actos de fe. Jamás la violencia había alcanzado las dimensiones y las consecuencias que se están produciendo en este comienzo del tercer milenio. A todas horas y por todas partes se habla de “los violentos” y de “violencia”. Pero ¿sabemos realmente por qué, precisamente ahora, se produce tanta violencia? ¿Quiénes son “los violentos”, es decir, los verdaderos causantes de tantas y tan graves agresiones contra la vida y la dignidad de los seres humanos?
No basta con denunciar las situaciones de terror que se están produciendo, es hora de ponerse a pensar dónde están las verdaderas razones de tanta violencia. René Girard tiene razón: antes que el orgullo, el egoísmo y las demás pasiones humanas; antes que las instituciones y los poderes de este mundo, la coacción que se le impone a un ser humano, a fin de conducirlo a hacer lo que le repugna, se enraíza en el deseo ambivalente y jamás saciado que se da en todo hombre y en toda mujer: el deseo de posesión, de poder, de dominación, abierto a lo desconocido y jamás plenamente satisfecho. Éste es, al mismo tiempo, un deseo de comunicación, de comprensión y de amor. A diferencia del instinto de los animales, los seres humanos disponemos de una posibilidad de elección en la forma de vivir la alteridad, que nos separa y nos une. Por eso, la violencia se produce entre individuos o grupos que se admiran y se odian, se desean y se detestan, quieren ser iguales y jamás toleran fundirse en una misma vida o un mismo proyecto. Lo dramático es que el sistema de vida y de sociedad que se ha impuesto potencia estos mecanismos hasta el paroxismo. La consecuencia es la agresividad que estamos viviendo. Por otra parte, si es cierto que la violencia tiene sus raíces en la condición humana, no es menos verdad que se expresa a través de la religión, las ideas, la economía, la política, el derecho, la tecnología y casi todos los ámbitos de la vida.
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[1] René Girard: La violencia y lo sagrado. Ediciones de la Biblioteca, Caracas, 1975, p. 14.
[2] Ibíd., p. 15.
[3] Ibíd., p. 30.
[4] Ibíd., p. 40.
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