El verdadero cristianismo según Girard
Es verdadero el Cristianismo? La respuesta de René Girard
Por Alejandro Llano
La pieza doctrinal clave de este pensador es la teoría del deseo mimético, según la cual los deseos humanos más relevantes desde un punto de vista antropológico, cultural y religioso no suelen ser naturales y espontáneos, sino aprendidos de otros, imitados de otros. A mi juicio, este planteamiento reviste hoy la máxima actualidad, porque pone en tela de juicio el papel incuestionado que la filosofía posmoderna del estructuralismo tardío concede a una concepción unívoca y omnipresente del deseo. Se podría decir, irónicamente, que Girard lleva a cabo una auténtica deconstrucción del deseo.
Pues bien, el origen de este modo de pensar es aparentemente modesto. Así nos lo presenta el propio Girard: "Mi teoría del deseo mimético procede de textos literarios. No se trata de una metodología en el sentido usual del término; mi teoría no apela a una disciplina extraliteraria supuestamente "científica" para elevarse a priori por encima de todos los textos literarios. Sin embargo, esta teoría no fue elaborada en el vacío; su elaboración fue literaria en el sentido de que, por lo menos que yo sepa, los únicos textos que alguna vez descubrieron el deseo mimético y exploraron algunas de sus consecuencias son textos literarios. No estoy hablando aquí de todos los textos literarios, de la literatura per se, sino que me refiero a un número relativamente pequeño de obras. En esas obras las relaciones humanas se ajustan al complejo proceso de estrategias y conflictos, de malentendidos y alucinaciones, que derivan de la naturaleza mimética del deseo humano. Implícitamente y a veces explícitamente, esas obras revelan las leyes del deseo mimético".
En varios de sus libros, pero especialmente en uno de los primeros, Mentira romántica y verdad novelesca (1961), examina un conjunto de obras clave de la literatura universal, cuyos personajes centrales se ven dominados por el "deseo mimético". El primero que comparece es, significativamente, don Quijote. "Don Quijote ha renunciado, a favor de Amadís, a la prerrogativa fundamental del individuo: ya no elige los objetos de su deseo; es Amadís quien debe elegir por él. El discípulo se precipita hacia los objetos que le designa, o parece designarle, el modelo de toda caballería. Denominaremos a este modelo el mediador del deseo. La existencia caballeresca es la imitación de Amadís".
El caso de El Quijote
En lugar del esquema lineal-propuesto por el romanticismo-, lo que tenemos en buena parte de las mayores obras literarias es el esquema triangular. Don Quijote es una víctima típica del deseo triangular o mimético, en el que el modelo se interpone entre el sujeto y el objeto. A su vez, don Quijote hace de mediador respecto a Sancho Panza, que progresivamente pierde también el sentido de lo real y saca sus deseos del Otro. El querer del Uno se alimenta del querer del Otro, que a su vez aumenta su propio deseo al verlo medrar en el primero, de manera que se va creando una espiral del deseo que asciende hasta el paroxismo y se extiende indefinidamente como una especie de red.
Sin entrar ahora en Shakespeare, a quien Girard dedicará un libro entero, señalaré que el caso de El Quijote es doblemente paradigmático porque se trata de una obra de ficción cuyo protagonista principal está, a su vez, mediado por la lectura de otras obras de ficción. Esta "función seminal de la literatura" en el deseo mimético encuentra otro caso típico en las novelas de Gustave Flaubert, muy especialmente en Madame Bovary. La provinciana Emma Bovary alimenta su deseo con las heroínas de novela sentimentales mediocres y con la lectura de relatos enfáticos del "gran mundo" que le llegan a través de lo que entonces vendría a corresponder a las actuales revistas "del corazón". Toda sensatez y espontaneidad quedan destruidas en ella desde la adolescencia. Y se crea así un patrón que, como el quijotismo, ha llegado a tener un alcance universal. Es el bovarysmo, que se puede descubrir en casi todos los personajes de Flaubert, y que -de acuerdo con Jules de Gaultier- podría describirse así: "Una misma ignorancia, una misma inconsistencia, una misma falta de reacción individual parecen destinarlos a obedecer la sugestión del medio exterior a falta de una sugestión surgida de dentro". Para conseguir su fin, que es el de "concebirse de manera distinta a como son", los caracteres flaubertianos se proponen un "modelo" e "imitan del personaje que han decidido ser todo lo que es posible imitar, todo lo externo, toda la apariencia, el gesto, la entonación, la indumentaria". Estamos ante formas extremas de lo que empieza entonces a llamarse esnobismo, patética actitud de pretender comportarse con una elegancia que no se posee y que encuentra un excelente retrato actual en la novela de Luis Landero titulada Juegos de la edad tardía (Tusquets Editores, 1989).
En Stendhal, los modelos vienen aportados sobre todo por la historia. El personaje central de Rojo y negro, Julien Sorel, imita a Napoleón, a quien admira también Fabricio del Dongo, el héroe de La cartuja de Parma. El deseo triangular adquiere ahora la forma de la vanidad y se multiplican los pares de rivales, como el caso de Madame de Rênal y Mathilde de la Mole, Valenod y Monsieur Rênal, en Rojo y negro, o la duquesa de Sanseverina y Clelia Conti, así como el conde Mosca de la Rovere y el propio Fabricio del Dongo, en La cartuja de Parma.
Otro rasgo característico de Stendhal es que sus personajes saben en el fondo de su conciencia que su salvación es imposible fuera del cristianismo. Pero su ambición y su vanidad, así como una visión deformada de la Iglesia Católica, les impiden vivir una existencia religiosa, con la que significativamente tanto Julien como Fabricio se han comprometido al seguir la carrera eclesiástica. También resulta relevante que los únicos tramos auténticos de su conducta acontezcan en la cercanía de su muerte, una vez que se ha derrumbado su vanidad y se ha manifestado la insensatez de sus pretensiones sentimentales: Sorel es ejecutado y Del Dongo muere en la Cartuja; sus respectivas amantes, ambas mujeres casadas y piadosas dentro de su debilidad, les sobreviven poco tiempo.
La mejor narrativa novelesca
Frente a las ilusiones del romanticismo, la mejor narrativa novelesca se caracteriza por su realismo, que no se retrae de reflejar el carácter conflictivo y hasta violento de la existencia cotidiana, la índole pervasiva de la envidia y los celos, la trayectoria tortuosa del deseo, el entreveramiento de generosidad y miseria que todos los hombres y mujeres descubren en sus propias vidas a poco que las examinen. Se podría decir, paradójicamente, que se trata de un realismo de lo ilusorio, porque el deseo mimético que no falta en ninguno de nosotros puebla nuestras vidas de sueños, aspiraciones y temores que llegan a hacer indiscernibles las ficciones y los hechos. No es extraño, entonces, que la conversión, la vuelta a la verdad, se produzca precisamente a la hora de la muerte o, en todo caso, "al final de la aventura". Don Quijote vuelve a ser el primer paradigma. Pero, además de los ya mencionados Julien Sorel y Fabricio del Dongo, nos encontramos también con Raskolnikov, en Crimen y castigo, y el propio Marcel Proust en En la búsqueda del tiempo perdido, verdadero tesoro antropológico donde se leen en un momento clave estas palabras de su narrador: "Y entendí que todos estos materiales para una obra literaria no eran sino mi vida pasada".
No faltan los críticos, especialmente los de sesgo romántico, que ven en estos finales (nada edulcorados, por cierto) una trampa inconsecuente con la dureza de la trama. Pero tales reacciones, como Girard señala en contextos muy diversos entre sí, expresan más bien el prejuicio antimetafísico y selectivamente contrario al cristianismo típico de un materialismo contemporáneo que no reconoce más modelo que el de una ciencia positiva cuyo método habría de servir incluso para una presunta "ciencia de la literatura", marcada por su cerrazón a cualquier dimensión trascendente.
Un caso especialmente paradójico es el de Marcel Proust. En su obra cumbre, En la búsqueda del tiempo perdido, no se habla prácticamente nunca de Dios o de la religión. Pero constituye una narración penetrada de sentido místico, que se hace patente en el vuelco que experimenta Marcel en el último volumen de la novela, cuyo título es El tiempo recobrado. Después de un largo periodo de enfermedades y hospitalización, en el que se ha separado de la vida social parisina, el narrador acude de manera casual a una recepción ofrecida por los príncipes de Guermantes. Y es en los momentos en que se va acercando a su mansión cuando una serie de impresiones sin aparente importancia van estableciendo un parangón entre la situación actual y momentos del tiempo pasado. Tal analogía, que roza la identidad, le hace descubrir dos conceptos inequívocamente metafísicos: la esencia común a los casos particulares semejantes, y la eternidad que la presencia de estas constantes ontológicas introduce en el curso del tiempo. Marcel, que siempre ha intentado dedicarse a la literatura sin tener decisión ni fuerzas para llevar a la práctica esa inclinación suya, palpa ahora la hacedera realidad de su vocación literaria que le salvará de la dispersión y de la vaciedad en la que había vivido.
Cuando se es un obstáculo para el otro
La riqueza de resultados de sus indagaciones en teoría de la literatura conduce a René Girard hacia una confrontación con los planteamientos de la etnología de la ciencia de las religiones. La obra clave de esta segunda andadura es La violencia y lo sagrado (1972).
El deseo mimético desemboca frecuentemente en violencia. Como el mismo objeto es deseado por dos sujetos, o por más, la insatisfacción de algunos de ellos resulta inevitable. Más allá de cierto umbral de frustración, los antagonistas no se contentan ya con los objetos que se disputan. Mutuamente exasperados, cada uno de ellos se convierte en un obstáculo, en un escándalo, para los demás. Los rivales miméticos -especialmente si componen un doble, como sucede en el caso de los gemelos o de un par de amantes de la misma persona -olvidan el objeto de su discordia y se vuelven, rabiosos, unos contra otros. Cada uno de ellos se encarniza con su rival mimético.
Y si al principio los antagonistas ocupan posiciones fijas en el interior de los conflictos cuyo encarnizamiento asegura su estabilidad, cuanto más se obstinan, más los va transformando el proceso de los escándalos en una masa de seres intercambiables. Los impulsos miméticos, al no encontrar ya en esa masa homogénea obstáculo alguno, se propagan a toda velocidad. Evolución que favorece los cambios súbitos de opinión y, por tanto, los cambios de rivalidad más extraños, así como las alianzas más inesperadas. Los escandalizados se alejan de su adversario inicial, del que parecían inseparables, para adoptar el escándalo de sus vecinos, hasta el momento en el que toda la sociedad se moviliza contra un solo individuo.
Y este es para Girard, lo adelanto ya, el caso de Jesús de Nazareth en las horas que preceden a su Pasión. La Cruz, como dice San Pablo, es el escándalo por excelencia, y el propio Jesús había anunciado: "Para todos vosotros seré motivo de escándalo".
Estamos ante el fenómeno de la violencia sagrada. La universalidad del antagonismo mimético conduce a todas las sociedades en las que todavía no existe un sistema jurídico perfeccionado a seleccionar una víctima propiciatoria sobre la que sea posible descargar las culpas que supuestamente se encuentran en la base de la violencia generalizada. En la inmolación de esa víctima, en su sacrificio, ha de participar -real o simbólicamente- todo el pueblo, para que todos sus miembros queden purificados por la acción sacrificial. Su ejecución o expulsión de la comunidad es como un mecanismo de descarga social que abre un ciclo de conciliación y de paz. Como la causa de tal pacificación ha sido la víctima inmolada, con frecuencia se la acaba sacralizando e incluso divinizando, con lo que se da origen a ritos de actualización de su protección benéfica y, en definitiva, a mitos fundacionales o, al menos, idiosincrásicos, propios de esa comunidad determinada.
Los mitos comienzan casi siempre por un estado de extremo desorden, un caos tras el cual se descubre a menudo una especie de desorganización o inconclusión, en la comunidad, en la naturaleza e incluso en el cosmos. A menudo, lo que quiebra la paz es una epidemia o peste mal definida, como en el caso de Edipo rey, la tragedia de Sófocles, paradigmática en tantos sentidos hasta el día de hoy, especialmente a través del psicoanálisis. Puede tratarse asimismo de desastres como hambres, inundaciones, sequías destructoras y otras catástrofes naturales. Pero siempre y en todas partes la situación inicial puede resumirse como una crisis que para la comunidad y su sistema cultural supone un peligro de destrucción. Y esta crisis casi siempre se resuelve por la violencia que, incluso cuando no es colectiva, tiene en todo caso repercusiones colectivas. Siempre hay alusión a un mimetismo conflictivo y disgregador antes de la violencia, reconciliador y unificador después de ella y gracias a ella.
Denuncia de la verdad de los mitos
En el paroxismo de la crisis se desencadena la violencia unánime. En muchos de los mitos más arcaicos, la unanimidad violenta se presenta como un alud arrollador, más sugerido que realmente descrito, y que vuelve a encontrarse, de forma evidente y manifiesta, en los rituales, los cuales reproducen visiblemente la violencia unánime y reconciliadora del mecanismo victimario.
En estos mitos arcaicos, el protagonista es la comunidad en bloque, convertida en masa violenta. Al creerse amenazada por un individuo aislado, a menudo un extranjero, especialmente si presenta deformaciones físicas o características patológicas, asesina a quien considera indeseable. Los agresores -como animales de presa- se precipitan sobre su víctima, presas de la histeria colectiva. La destrozan, la despedazan como si la cólera o el miedo multiplicaran su fuerza física. A veces incluso devoran el cadáver.
La etnología y la antropología cultural contemporáneas se han deslizado hacia el escepticismo en su explicación de la génesis de los mitos en la violencia sagrada, recurriendo a una interpretación meramente "simbólica", a la invocación de cualquier tipo de fantasma -el "fantasma de cuerpo troceado", por ejemplo-sin efectividad real. El mito vendría a ser una especie de ensoñación ancestral, una ficción sin base histórica alguna, que acaba disolviéndose al inmediato contacto con una civilización superior. Y no deja de ser curioso que, entre muchos de esos estudiosos culturalistas, el único presunto mito al que se continúa concediendo relevancia y efectividad -es decir, carácter propiamente mitológico-sea hasta ahora mismo el de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Cuando lo cierto es, como veremos, que -aunque presente externamente todas las características propias de un mito lo que en él se realiza es una denuncia definitiva de la verdad de los mitos, de la violencia real que está en su base, y cuya mentira primordial es imposible seguir manteniendo después del drama de la Cruz, es decir, después de que el Cristianismo ha desvelado la verdad de los mitos, a través de los Evangelios, única narración que llega hasta el fondo de la génesis de la unanimidad violenta, el contagio mimético y el mimetismo de la violencia. El texto evangélico no es mítico, precisamente porque en él queda desvelada la verdad de los mitos. En este sentido, al menos, el cristianismo es verdadero: dice la verdad.
El primer dogma de nuestro tiempo
El escepticismo contemporáneo, que niega la realidad de la violencia mítica pero que sigue considerando la Pasión de Cristo como un auténtico mito, implica una actitud que se aparta de la realidad por prejuicios ideológicos. Como dice Girard, "el rechazo de lo real es el dogma número uno de nuestro tiempo. Es la prolongación y perpetuación de la ilusión mítica original".
La resistencia ilustrada a admitir la violencia mimética en la Grecia clásica tropieza con el evidente caso de los pharmakoi, a los que también se refiere lúcidamente Jacques Derrida en su ensayo titulado La farmacia de Platón. Los pharmakoi eran esa clase de hombres que Atenas y las grandes ciudades griegas alimentaban a sus expensas para, llegado el momento, asesinarlos colectivamente con ocasión de las fiestas dionisiacas o de algún tipo de catástrofe pública. Antes de lapidar a esos pobres seres, se los sometía a una verdadera sesión de tortura ritual. Para no provocar represalias y desencadenar un nuevo ciclo de violencia colectiva, se elegía a gentes socialmente insignificantes, sin techo, sin familia, lisiados, ancianos abandonados, extranjeros, deformes, siempre, en definitiva, dotados de lo que Girard denomina en El chivo expiatorio "rasgos preferenciales de selección victimaria". Rasgos que apenas cambian de una cultura a otra. Su permanencia contradice el relativismo antropológico. Todavía en nuestros días tales rasgos determinan los llamados fenómenos de exclusión o marginación. Piénsese, si no, en la creciente virulencia de los fenómenos de racismo, xenofobia, fundamentalismo, así como en las patentes injusticias que llevan a veces consigo los procesos de globalización.
Mantienen algunos que en la Grecia clásica ya no se daba este tipo de conducta. Pero lo cierto es que, en casos de extremo peligro, se volvía a las víctimas humanas. Según Plutarco, la víspera de la batalla de Salamina, Temístocles, presionado por la multitud, hizo sacrificar a prisioneros persas. Y contamos con el relato de un acontecimiento datado seiscientos años después del florecimiento del clasicismo griego, en el que Flavio Filóstrato, escritor heleno de la época, nos narra un "milagro" incluido en su Vida de Apolonio de Tiana, quien a su vez es un célebre santón del siglo II después de Cristo.
Los efesios no podían librarse de una grave epidemia. Tras intentar inútilmente muchos remedios, se dirigieron a Apolonio, quien acudió a Éfeso y les anunció la inmediata desaparición de la peste: "Hoy mismo pondré fin a esta epidemia que os abruma". Tras pronunciar estas palabras condujo al pueblo al teatro, donde se alzaba una imagen del dios protector de la ciudad. Vio allí a una especie de mendigo que parpadeaba como si estuviera ciego y llevaba una bolsa con un mendrugo de pan. Iba cubierto de harapos, y su aspecto tenía algo que repelía. Tras colocar a los efesios en círculo en torno al mendigo, Apolonio les dijo: "Coged tantas piedras como podáis y arrojadlas sobre este mendigo de los dioses". Los efesios preguntaron adónde quería ir Apolonio. Les escandalizaba la idea de matar a un desconocido manifiestamente miserable que les pedía suplicante que tuvieran piedad de él. Insistía Apolonio e instaba a los efesios a lanzarse sobre él, a impedir que escapara.
A partir del momento en que algunos de ellos, obedeciendo sus indicaciones, empezaron a arrojarle piedras, el mendigo, que por el parpadeo de sus ojos parecía ciego, les lanzó súbitamente una mirada penetrante que mostró unos ojos llenos de fuego. Y los efesios, convencidos entonces de que tenían que habérselas con un demonio, lo lapidaron con tanto ahínco, que las piedras arrojadas formaron un gran túmulo alrededor de su cuerpo.
Pasado un momento, Apolonio los invitó a retirar las piedras y contemplar el cadáver del animal salvaje al que acababan de matar. Una vez liberada la criatura del túmulo de proyectiles, comprobaron que no era un mendigo. En su lugar vieron una bestia que se asemejaba a un enorme perro de presa, tan grande como el mayor de los leones. Allí estaba, ante ellos, reducido a una masa sanguinolenta por sus pedradas y vomitando espuma como un perro rabioso. En vista de lo cual se alzó una estatua a Heracles, el dios protector de Éfeso en el lugar en que se había expulsado al espíritu maligno.
Legitimidad o no de la violencia colectiva
El asesinato actúa como una especie de calmante, de tranquilizante, pues los asesinos, una vez saciado su apetito de violencia con una víctima en realidad no pertinente, están sinceramente convencidos de haber liberado así a la comunidad del responsable de sus males. Mas, por sí sola, esta ilusión no basta para justificar la creencia en la virtud creadora de ese asesinato, común a todos los grandes mitos fundadores.
Ahora bien, existe una respuesta satisfactoria a esta cuestión, si se considera a la religión como la institución cultural fundante de las demás, como ha demostrado Wolfahrt Pannenberg en su Antropología en clave teológica. Lo que sucede es que, en el contexto racionalista que sigue siendo el de la etnología clásica, lo religioso no ha desempeñado ningún papel, no sirve absolutamente para nada. Lo religioso tendría por fuerza que ser algo superfluo, superficial, sobreañadido; dicho de otra forma, supersticioso. De manera que, como Girard no vacila en observar, "las modernas ciencias sociales son esencialmente antirreligiosas".
Por lo que concierne a nuestro tema, es interesante señalar que el asesinato fundador y las últimas etapas del ciclo mimético no acontecen en el Antiguo Testamento. Aunque la crisis mimética y la muerte o expulsión de la víctima mítica aparecen en la Biblia hebraica -a semejanza de los mitos paganos-, falta el tercer momento del mito, que viene dado por la exaltación o epifanía religiosa de la víctima y, en ocasiones, la resurrección que revela la divinidad de esa víctima. En el Antiguo Testamento, nunca hay ni Dios victimizado ni víctima divinizada. En el monoteísmo bíblico no cabe suponer que lo divino surja de procesos victimarios, mientras que en el politeísmo arcaico son éstos los que, claramente, lo engendran.
Si se compara, por ejemplo, un gran relato bíblico, la historia de José y sus hermanos, con el más conocido de los mitos, el de Edipo, apreciaremos que los primeros momentos -la crisis, la violencia colectiva y la expulsión de la comunidad- se dan en ambos dramas. Pero, junto con estas semejanzas iniciales, se registra ya una diferencia decisiva, que se aplicará también a la Pasión de Jesús: se trata de la legitimidad o ilegitimidad de la violencia colectiva. En el mito las expulsiones del héroe están siempre justificadas, y este se sabe culpable. En el relato bíblico nunca. La violencia colectiva es injustificable y la víctima es y se sabe inocente.
En el mito la víctima siempre se equivoca y sus perseguidores siempre tienen razón. En la Biblia ocurre lo contrario: José tiene razón la primera vez contra sus hermanos y vuelve a tenerla contra los egipcios que lo encierran en la cárcel. Para los universos míticos, y el universo moderno donde estos se prolongan (el psicoanálisis, por ejemplo), tales acusaciones son legítimas. Según ellos, todo el mundo es más o menos culpable de parricidio e incesto, como Edipo, aunque sólo sea en el nivel del deseo. El relato bíblico se niega a tomar en serio esta acusación. Reconoce en ella la obsesión característica de las multitudes histéricas frente a quienes, por un quítame allá esas pajas, se convierten en sus víctimas. José no se ha acostado con la lúbrica mujer de Putifar, lo cual tendría la calificación de incesto. Más aún: ha resistido heroicamente sus insinuaciones. La culpable es ella, y, tras ella, la masa egipcia, dócil rebaño mimético que embiste ciegamente hasta la expulsión de jóvenes emigrantes aislados e impotentes. Los mitos condenan siempre a víctimas carentes de apoyo y universalmente aplastadas.
Las víctimas hablan por primera vez
La Biblia responde a una inspiración antimítica, en la que la víctima injustamente acusada acaba siendo reconocida como inocente.
Un caso paradigmático es el de Job, al que Girard dedica su libro La ruta antigua de los hombres perversos. En definitiva, hay una divergencia esencial entre lo que bien puede llamarse la verdad bíblica y la mentira de la mitología. El libro de Job es como un inmenso salmo.
Los salmos son los primeros textos de la historia de la humanidad en los que se da la palabra a las víctimas de la violencia colectiva, perseguidas por jaurías humanas que las insultan groseramente, les tienden trampas y las rodean para lincharlas. Las víctimas no se callan. Al contrario, maldicen a voz en grito, con obstinación, a sus perseguidores. En el caso de Job, la multitud se toma por Dios y, mediante los tres "amigos" que le envía como delegados, se esfuerza, aterrorizándolo, en lograr que dé su asentimiento mimético al veredicto que lo condena, como sucedía en la persecución de brujas en la baja Edad Media e inicios de la Moderna, y como acontece en tantos procesos totalitarios del siglo XX, verdadero resurgimiento del paganismo mítico. Pero el Dios verdadero es el de las víctimas y no el de los perseguidores. El audaz Job mantiene firmemente: "Yo ya sé que mi vindicador vive" (19, 25). Se puede apreciar así lo que hay de profundamente bíblico en el principio talmúdico citado a menudo por Emmanuel Levinas: "Si todo el mundo está de acuerdo para condenar a un acusado, soltadlo, debe de ser inocente". La unanimidad en los grupos humanos rara vez es portadora de verdad. Lo más frecuente es que constituya un fenómeno mimético, tiránico. Semejante a las elecciones por unanimidad de los países dictatoriales.
Lo que, paradójicamente, plantea los problemas más agudos es el caso de los Evangelios. La religión judía -firmemente anclada en el monoteísmo- desdiviniza a las víctimas y desvictimiza lo divino. Por el contrario, en los Evangelios no solo volvemos a encontrar los dos primeros momentos del ciclo mimético, sino también el tercero, ese que la Biblia ha rechazado espectacularmente: la divinidad de la víctima ejecutada de manera colectiva. Las analogías entre el cristianismo y los mitos son demasiado perfectas para no despertar la sospecha de una recaída en lo mítico. Jesús es una víctima asesinada colectivamente y los cristianos vemos en él a Dios. ¿Cómo pensar, entonces, que su divinidad tenga otra causa que no sea la de las divinidades míticas?
La voluntad cristiana de fidelidad al Dios único no sólo no arregla las cosas, sino que incluso las complica. Al conciliar la divinidad del Yhaveh bíblico con la de Jesús, y la del Espíritu Santo al que los Evangelios atribuyen un papel decisivo en el proceso redentor, se revela la misteriosa doctrina de un Dios Uno y Trino. Concepción que para el judaísmo resulta una vuelta enmascarada al politeísmo, y vendría a confirmar por vía teológica la impresión de recaída en lo mitológico. Como si en el cristianismo, una vez más, lo victimario y lo divino se unieran.
Unidad entre antiguo y nuevo testamento
Para superar tal impresión, es preciso advertir que la perspectiva antropológica de los Evangelios es idéntica a la del Antiguo Testamento. La relación entre víctimas y perseguidores no recuerda en absoluto la de los mitos, y lo que prevalece es la relación bíblica, la que descubrimos en la historia de José y de Job. Como en la Biblia hebraica, los Evangelios rehabilitan a las víctimas de la colectividad y denuncian a sus perseguidores. "El mito es la culpabilidad de Edipo; la verdad es la inocencia de Cristo".
Jesús es inocente y culpables son quienes le crucifican. Juan Bautista es inocente y culpables son quienes mandan decapitarlo. Entre la Biblia judía y las Escrituras judeocristianas hay una continuidad real, sustancial. Los dos Testamentos constituyen una sola y única revelación.
Pero es que podemos dar un paso ulterior y decisivo. La semejanza externa entre los Evangelios y los mitos procede de que en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo se revela la verdad sobre todas las religiones anteriores y, en consecuencia, su definitiva cancelación. Como dice Girard, "los Evangelios son más transparentes que los mitos, y difunden esa transparencia a su alrededor por su explicitación del mimetismo, primero conflictivo, luego reconciliador. Al revelar el proceso mimético, traspasan la opacidad de los mitos. Pero, por el contrario, basándonos en los mitos nada aprendemos sobre los Evangelios".
Los cristianos no apreciamos en Jesús ninguna culpabilidad; no es sin más el chivo expiatorio: es el Cordero de Dios a quien nadie puede argüir de pecado sino que es Él quien quita los pecados del mundo. Su divinidad no puede, por tanto, basarse en el mismo proceso que las divinizaciones míticas. Al contrario de lo que ocurre en los mitos, quien considera a Jesús hijo de Dios y Dios al mismo tiempo no es la multitud unánime de los perseguidores, sino una minoría contestataria que no tiene equivalente en mito alguno, un pequeño grupo de disidentes que se separa de la comunidad y, al separarse, destruye su unanimidad. Un grupo constituido por la comunidad de los primeros testigos de la resurrección, los apóstoles, y todos aquellos, hombres y mujeres, que los rodean. En las divinizaciones míticas no hay ninguna comunidad que se escinda en dos grupos desiguales de los cuales sólo uno, el minoritario, proclame la divinidad de la víctima.
Los Evangelios no simplemente son reveladores en el sentido de los grandes relatos bíblicos -cuya intención última desvelan sino que, evidentemente, van aún más lejos en la revelación de la propia ilusión mítica.
Todo lo que necesita saber el hombre
Los Evangelios revelan todo aquello que necesitan saber los hombres para comprender sus responsabilidades en cualesquiera violencias de la historia humana y en cualesquiera falsas religiones. En concreto, para que el mecanismo victimario sea eficaz, es preciso que el apasionamiento contagioso, el "todos contra uno mimético", escapen a la observación de los participantes. La elaboración mítica descansa en una ignorancia, o incluso en una inconsciencia de la representación persecutoria, que los mitos no pueden descubrir, puesto que están poseídos por ellas. Constituyen algunas de Las cosas ocultas desde la creación del mundo, como reza el título del libro publicado por Girard en 1978.
Se trata de una inconsciencia revelada por los Evangelios, con especial claridad en la famosa frase de Jesús durante la crucifixión, y que es preciso tomar al pie de la letra: "Padre, perdónalos, pues no saben lo que están haciendo" (Lc, 23, 34). Y San Pedro, dirigiéndose a la misma multitud que pidió días antes la crucifixión, le atribuye -según los Hechos de los apóstoles- las circunstancias atenuantes a las que denomina ignorancia: "Ahora bien, hermanos: sé que actuasteis por ignorancia, lo mismo que vuestras autoridades" (3, 17).
Los Evangelios no sólo dicen la verdad sobre las víctimas injustamente condenadas, sino que saben que la dicen y que, al decirla, retoman la andadura del Antiguo Testamento y cumplen lo que en él se anuncia. De ahí que los Evangelios recurran constantemente a la Biblia hebraica y especialmente a los salmos, por el motivo antes apuntado.
Un ejemplo típico es la aplicación a Jesús crucificado de una frase muy simple: "[...] me odian sin causa" (Salmo 35, 19). Aparentemente trivial, esta frase expresa sin embargo la naturaleza esencial de la hostilidad respecto a la víctima. Hostilidad sin causa, precisamente por ser fruto no tanto de motivos racionales -o siquiera de un sentimiento verdadero entre los individuos que la sienten-como de un contagio mimético.
La revelación evangélica representa el advenimiento definitivo de una verdad ya parcialmente accesible en el Antiguo Testamento, pero cuya culminación exige la buena nueva del propio Dios, que acepta asumir el papel de víctima de una persecución colectiva para salvar así a la humanidad. Ese Dios que se convierte en víctima no es un dios mítico más, es el Dios único e infinitamente bueno del Antiguo Testamento.
La divinización de Cristo no se basa en el escamoteo de los apasionamientos miméticos, que produce lo sagrado mítico, sino en la revelación plena y entera de la que verdad que ilumina la mitología.
A las divinidades míticas se opone un Dios que, en lugar de surgir de un malentendido respecto a la víctima, asume voluntariamente el papel de víctima única y hace posible por primera vez la plena revelación del mecanismo victimario. Este tipo de mecanismos ha sido descubierto y deconstruido por los Evangelios.
Distinguir dos tipos de trascendencia
Lejos de volver a la mitología, el cristianismo representa una nueva etapa de la revelación bíblica, más allá del Antiguo Testamento. Lejos de constituir una recaída en esa divinización de las víctimas y victimización de lo divino que caracteriza a la mitología, como tiende a pensarse de entrada, la divinidad de Jesús nos obliga a distinguir dos tipos de trascendencia, semejantes en lo exterior, pero radicalmente opuestas: una engañosa, mentirosa, oscurantista, la del cumplimiento no consciente en la mitología del mecanismo victimario; y otra, por el contrario, verídica, luminosa, que destruye las ilusiones de la primera al revelar el emponzoñamiento de las comunidades por el mimetismo violento y el "remedio" suscitado por el propio mal, la trascendencia que comienza en el Antiguo Testamento y alcanza su plenitud en el Nuevo.
La divinidad de Cristo se afirma mediante el "todos contra uno" mimético de que es víctima, pero nada debe a este fenómeno, cuya propia eficacia es subvertida por él.
Como dice Girard textualmente en Las cosas ocultas desde la creación del mundo, "no se puede captar la verdad más que si se actúa en contra de las leyes de la violencia, pero no se puede actuar en contra de esas leyes más que si se ha captado ya esa verdad. La humanidad entera está encerrada dentro de este círculo. Por eso los evangelios, el Nuevo Testamento en su conjunto y la teología de los primeros concilios afirman que Cristo es Dios, no porque haya sido crucificado, sino porque es el Dios nacido de Dios desde toda la eternidad [...]. El hecho de que en los evangelios esté encerrado un saber auténtico de la violencia y de sus obras no puede ser de origen simplemente humano [...]".
" [...] Reconocer a Cristo como Dios es reconocer en él al único ser capaz de trascender la violencia que hasta entonces había trascendido absolutamente al hombre. Si la violencia es la estructura de toda estructura mítica y cultural, Cristo es entonces el único sujeto que escapa a esa estructura para liberarnos de su influencia. Sólo esta hipótesis permite comprender por qué la verdad de la víctima expiatoria está presente en los evangelios y por qué esa verdad permite deconstruir todos los textos culturales [...]. No se trata de adoptar esta hipótesis -advierte Girard, que se declara católico- por el hecho de que haya sido siempre la de la ortodoxia cristiana. Si esta hipótesis es ortodoxa, es porque existía en los primeros tiempos del cristianismo una intuición rigurosa, pero implícita, de la lógica evangélica".
Para concluir, citaré unas reveladoras palabras de René Girard en un reciente libro de entrevistas con Michel Treguer: "Los Evangelios son promovidos por una inteligencia que no es la de los discípulos y en la que veo claro que está más allá de todo lo que usted, yo, todos nosotros, podemos concebir sin ellos, una razón de tal manera superior a la nuestra, que después de dos mil años le descubrimos nuevos aspectos. Se trata de un proceso que nos supera, ya que no hemos podido concebirla por nosotros mismos; y, por tanto, o somos capaces de asimilarla, o lo seremos pronto. Es, pues, perfectamente racional pero de una razón más alta que la nuestra. Se trata aquí, según mi punto de vista, de una iluminación nueva de una grandísima idea tradicional: la razón y la fe que se sostienen mutuamente. Fides quaerens intellectum, y viceversa.
He aquí un razonamiento tomista, pienso, pero aplicado a un campo, la antropología, que, en la época de Santo Tomas, no existía en el sentido del mundo moderno. Y, que es la cuestión una vez más, es esa Luz que es a la vez lo que debe ser visto y lo que permite ver, "Deum de Deo, Lumen de Lumine".
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[Publicado en la Revista "Nuestro Tiempo" nº 580 - Octubre 2002]
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