Magia, escena y autoridad en Calderón y Shakespeare
El Dios vestido de hombre y el hombre vestido de dios:
magia, escena y autoridad en Calderón y Shakespeare
Álvaro Llosa Sanz
UNED
Calderón y Shakespeare son, sin duda, dos de los más grandes dramaturgos universales. Sin embargo, la literatura comparada aún no ha comenzado a ofrecer en serio estudios completos sobre la relación de la obra de ambos, aunque se aluda de manera general en algún artículo a la relación entre ciertas tramas, motivos o situaciones. Desde un punto de vista muy amplio, parecen evidentes algunas diferencias entre ambos escritores: Calderón procede del sur de Europa, y su educación es la de un teólogo católico en el centro de una cultura barroca completamente madura y contrarreformista; Shakespeare pertenece al mundo del norte europeo, y es un hombre sin estudios reglados, un agnóstico de origen católico que se desenvuelve en la plena transformación religiosa que acapara el fin del renacimiento inglés diseñado por la época isabelina (Duque 1981: 1277 y ss.). Las similitudes, no obstante, parecen abundantes, como lo prueba la ejemplificación un tanto a vuelapluma realizada por Duque (1981) en su artículo.
Nosotros vamos a comparar coincidencias y diversidades de un aspecto concreto: el mundo como escenario de sendos planes destinados a los hombres y ejecutados por un Dios católico y por un Mago isabelino. La comparación surgirá entre La Tempestad shakespeareana y los autos sacramentales alegóricos calderonianos El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra. Para sustentar dicha comparación hemos de ubicar primero ambos mundos teatrales, el inglés y el español, en la época en que se movieron sus autores, asunto indispensable para comenzar a disponer ciertas similitudes y diferencias.
Teatro inglés shakespeareano, teatro español calderoniano
En un período confuso, de gran debate político anglicano-católico tras el que ascendía la clase mercantil y se empobrecía el campesinado, surge el teatro renacentista inglés. Entre 1576 y 1642, fechas de la apertura del primer teatro en South Bank y el cierre completo de los escenarios ingleses por la clase puritana que se sentía amenazada por la crítica libertad de expresión ejercitada en los tablados, nace, se estabiliza y crece el prestigio de compañías, actores y dramaturgos profesionales. La elaboración constante de múltiples y rápidas obras de teatro que demandaba la afluencia de público constituyó al fin, gracias también al trabajo en colaboración por parte de los autores, a elaborar todo un código dramático compartido por actores y espectadores, y pronto establecido a fuerza de tener que repetir (no había tiempo) esquemas dramáticos. Al teatro acudían todas las clases sociales y de todo se hablaba y criticaba en el teatro: la escena era el foro nacional, amparada y al mismo tiempo reprochada por una doble moral ejercitada por las autoridades respecto a su función (Bregazzi 1999: 10-39).
Mientras tanto, en una España cuyo imperio se siente en decadencia se asiste al proceso de elaboración de la Comedia Nueva mientras que el teatro es vivido por el pueblo y la corte como espectáculo total; un espectáculo que es censurado y dirigido en la perfecta coherencia de todos sus elementos con la ideología institucional de la Iglesia y el Estado, pilares sociales indiscutibles de la autoridad civil y moral cuyo esfuerzo en establecer el contrarreformismo tridentino les permite desarrollar toda una cultura del fasto en la que destaca la evolución y cumbre del género dramático del auto sacramental (Arellano 1995: 61 y ss.).
Vamos a movernos, pues, en dos órbitas culturales un tanto diferentes, no quizá en cuanto a la importancia que el teatro tiene en la sociedad, tampoco en cuanto a los argumentos y tramas o su espectacularidad, pero sí en cuanto al enfoque ideológico que, sin olvidar coincidencias, paralelos y trasvases posibles, a veces originados en troncos comunes compartidos, hará diferir las concepciones cosmogónicas de uno y otro autor. De estas similitudes y diferencias queremos tratar, al hilo de las obras ya citadas.
Destaquemos ahora la tradición literaria, especialmente genérica, a la que pertenecen, ya que no debemos olvidar, como insiste Arellano (1999: 9), la necesidad de reconstrucción de los códigos convencionales que caracterizan a cada género y de los códigos culturales (ideológicos, históricos, sociales y míticos) que sustentan la valoración de la obra dramática en particular, para poder obtener una crítica acertada y ajustada a una mentalidad distinta en muchos aspectos de la nuestra.
La Tempestad de Shakespeare es una obra tardía y misteriosa, cercana a lo surreal y lo onírico. Pertenece al género de la tragicomedia, una mixtura particular en la que un argumento trágico obtiene un final feliz. Este género, que no responde a la solemnidad trágica ni tampoco a la burla cómica, permite cómodamente criticar la sociedad y sus valores, enmarcados en una trama de enredo y su solución (Bregazzi 1999: 58-59). Sin arriesgarse ideológicamente como podría suceder en el drama histórico, y sin exagerar la pompa escenográfica de la mascarada, la tragicomedia se presenta como un buen camino para mostrar aspectos dramáticos muy diversos en un mismo escenario. Creo que La Tempestad atesora todo ello: los momentos cómicos salpican una situación trágica con ribetes de drama histórico (aunque los personajes no sean reyes o duques reales) y secuencias de mascarada. Fue estrenada en 1611 con motivo de la boda de la princesa Isabel ante la corte de Jacobo I, en los coletazos del período isabelino. Bloom (2002: 766) la considera comedia visionaria (al igual que el Sueño de una noche de verano) y comedia escénica locamente experimental. Sin duda, de todo eso hay, conformando quizás una de las obras teatrales más enigmáticas e diversamente interpretadas del período isabelino, de tanta trascendencia escénica que a Beethoveen, en pleno romanticismo, le inspiró una famosa sonata. En La Tempestad, Próspero el Mago y Miranda su hija, se encuentran viviendo sobre una isla a la que fueron a parar años antes tras ser abandonados en bote solitario. La causa de esta desgracia fue la usurpación del ducado de Milán, perteneciente a Próspero, por su hermano Antonio. La tragedia comienza con una tempestad provocada mágicamente por Próspero contra una flota cercana a la isla. Se hunde uno de los barcos, alejado misteriosamente de los demás: en él viajan, de vuelta de una boda, Alonso el Rey de Nápoles, su hermano Sebastián, su hijo Ferdinand, el usurpador milanés Antonio y el viejo consejero Gonzalo. Todos se salvan milagrosamente y alcanzan la orilla, pero formando grupos separados, de forma que Ferdinand queda separado de su padre y los demás, y el mayordomo y el bufón forman un tercer grupo. Se suceden y fraguan traiciones contra el Rey de Nápoles, contra el propio Próspero por parte del demonio isleño Cáliban unido a una improvisada corte bufonesca constituida con el mayordomo y el bufón; pero la magia de Próspero prevé y evita mágicamente todos los incidentes, hasta lograr reunir a todos en torno suyo, desvelarse a sí mismo, lograr la restauración de su ducado y establecer la boda de Miranda y Ferdinand, herederos de un amor a primera vista y un vasto reino. Veremos cómo en esta pieza se aquilata lo más espiritual y mágico de la cultura isabelina, que parece reclamar Shakespeare en un momento precisamente antiisabelino; asistimos también al plan trazado y dirigido en todo momento por Próspero el Mago en un estilo que me atreveré a calificar de bruniano, y contemplamos la restauración de un orden perdido y usurpado que es devuelto a su correspondiente dueño, con añadidos beneficios. Todo ello en un escenario mágico donde el paisaje es nuevo para los recién llegados, y las identidades-autoridades se diluyen, roto el orden conocido por la catástrofe, en la extrañeza de un lugar desconocido que carece de ley alguna. Se ha enmarcado a Próspero como mago en el resurgir de toda una filosofía oculta auspiciada por la reina-hada Isabel I, que protegió a insignes filósofos magos como lo fue John Dee, paradigma inglés del mago renacentista que con la llegada de Jacobo I al trono se hundió en la más absoluta miseria si no en una persecución política. El Próspero de La Tempestad parece querer reanimar, en una época ya antimágica, aquel reino neoplatónico bajo el cual Shakespeare había desarrollado su obra y al que se había sentido afín (Yates 1992: 133-135 y 270).
El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra pertenecen a un género aparentemente mucho más constreñido que la tragicomedia: el auto sacramental. De un solo acto, esta pieza religiosa está hecha para ser representada siempre en la fiesta religiosa del Corpus, y tiene su origen en las procesiones eucarísticas del siglo XIV. Con el tiempo, y auspiciado por el concilio de Trento como arma religiosa, se va caracterizando hasta convertirse en teatro litúrgico en torno a la historia de la salvación, y especialmente marcado por el Sacramento de la Eucaristía, que se exalta al final de cada auto (Arellano 1995: 685). Sin embargo, hemos de aclarar algo que nos permitirá tratar el auto sacramental con miras más amplias: en este género es vital distinguir “entre el asunto y el argumento: mientras que el asunto es siempre la Eucaristía (o un episodio de la Redención, que conduce a la culminación del Sacramento), el argumento puede ser cualquier historia. Ambas dimensiones se conectan (…) por la técnica alegórica” (Arellano 1995: 690). La alegoría permite transponer, mediante abstracciones personificadas y sistemas trabados de metáforas, una realidad literal a otra simbólica. Calderón es el gran maestro de la alegoría sacramental: aprovecha historias de todo tipo (mitológicas, históricas, bíblicas…) y las reelabora mediante ese sistema alegórico que las convierte en clave de paradigma religioso. Letras humanas y sentido divino se funden mediante el recurso alegórico (Arellano 1995: 696). Así, el auto sacramental se convierte (mediante su conjugación de literatura teatral, totalidad escenográfica para fascinar los sentidos y mensaje religioso doctrinal) en medio de representación apoteósica absoluta de toda una ideología autorizada, destinada a luchar contra la amenaza de las ideas luteranas. El mensaje alegórico era además fácilmente captado por el público vulgo debido a la avanzada cultura de la imagen y del símbolo que venía desarrollándose desde el Renacimiento, y que la alegoría mostraba en toda su espectacularidad. Instalada en esta interpretación simbólica de la imagen, nos encontramos ante “una sociedad en la que las artes de la memoria y de la meditación llegaron a formar parte esencial de la espiritualidad cotidiana” (Regalado 1995: 574).
El gran teatro del mundo nos sitúa al Autor que desea crear una obra nueva de teatro, para lo cual necesita un escenario que será el Mundo, y unos personajes, a los cuales dotará mediante ciertos vestidos de sus respectivos papeles: el Rico, el Pobre, el Rey, el Labrador, la Hermosura, la Discreción y un Niño han de salir, improvisando, a representar el gran teatro que es el mundo. Su actuación improvisada debe estar únicamente guiada por el título de la obra, que se convierte en norma moral vital: Obrar bien, que Dios es Dios. Tras un tiempo en el que la vida-trama pasa, con las diversas relaciones y conflictos entre personajes, han de salir del teatro, la comedia acabada, y juzgados en la muerte, según cómo hayan cumplido su papel. Convidados a la mesa del Autor, sólo el Rico queda castigado, purgando sus faltas el Rey, la Hermosura y el Labrador, con premio completo la Discreción, y limbo recibe el Niño. La alegoría nos representa cómo la vida es semejante a una representación en la que debemos actuar en concordancia según el papel que hemos recibido por Dios, pero actuando bajo un mismo lema, y por su cumplimiento según nuestra condición, así habremos de tener premio o castigo, una vez desvestidos del papel que nos correspondió en vida.
El pintor de su deshonra, escrito para ser representado ante Felipe IV, gran aficionado al arte de la pintura, nos muestra la historia del pecado original y de la ulterior salvación de la Naturaleza Humana, a través de un lance de amor, honor y de celos. Con notables paralelos de la tragedia homónima en la que está inspirada, se nos presenta al Pintor que tras crear el escenario para su pintura planta en él, dándole vida, a la Naturaleza Humana, Idea perfecta hecha a imagen y semejanza, dotada de gracia, pureza y belleza. Quien será su Esposa, sólo le debe y está obligada a él por la ley del Amor, sin embargo corruptible por el uso del Libre Albedrío. Se le es otorgado el poder divino de nombrar-dominar sobre todas las cosas, excepto una, un árbol. Lucero, secundado por la Culpa, enamorado de la hermosa Naturaleza Humana, y celoso de la perfección divina del Pintor, desea mancillarla y poseerla, para lo cual la engaña creando en ella el deseo de ser como Dios. Una vez desobedecido el mandato divino, la Naturaleza Humana se ve desposeída de sus mejores cualidades y arrastrada por Lucero, cargando su Culpa y su Libre Albedrío. El Pintor, deshonrado, primero inunda el mundo con gran tormenta, porque desea diluir con agua el Mundo-lienzo manchado; al fin perdona la traición pero trama un plan de divina venganza llevado por sus celos, y se hace pasar en el Mundo por hombre cualquiera, pintorcillo que aspira a retratar la Naturaleza Humana: cargado de las flechas del Amor, el Pintor las dispara, y acaba matando a Lucero y la Culpa, quedando la Naturaleza Humana restablecida a su primitiva hermosura con la asistencia de sus originales cualidades y la ayuda extraordinaria de los Sacramentos, aunque condicionada desde ahora al uso del Libre Albedrío por siempre.
Hemos de enfrentar una tragicomedia con dos autos alegóricos, la celebración de la monarquía isabelina llena de filosofía oculta con la exaltación de la teología católica tridentina más ortodoxa. Sin embargo, estos dos marcos aparentemente contradictorios serán tan solo una lectura marco en la que se implican otros varios aspectos con posibles similitudes.
Escenario y representación en Calderón y Shakespeare
Tanto La Tempestad como El gran teatro del mundo y El pintor de su deshonra coinciden en un aspecto básico: cada trama se desarrolla en un paisaje creado o moldeado a propósito por un ser superior que impone sus características o leyes a dicho paisaje. Es decir, la trama nace como resultado de un explícito acto creador que la desencadena, y se relaciona con una previa preparación del escenario por parte de uno de los personajes, que representa la figura del Creador, en diversas facetas: como Autor, como Pintor, como Mago. En este último caso, la faceta creadora se ve desviada en la mayor parte de la obra hacia la figura de Transformador, pero ya matizaremos esta interesante diferencia. En cualquier caso, los tres protagonistas que vamos a estudiar (Autor, Pintor, Próspero el Mago) disponen a su voluntad de un escenario propicio en el que desarrollar sus planes. El Autor diseña sobre el vacío un escenario teatral universal en el que representar la comedia humana y su sentido trascendente; el Pintor plasma sobre el lienzo-mundo, a manera de otro escenario, la representación de la Naturaleza Humana y su historia completa; Próspero, desde su isla conquistada, provoca encuentros y desencuentros en un escenario que responde al de su voluntad para lograr su meta política última. De estos planteamientos se deduce la importante presencia del concepto de escena o escenario dispuesto o creado, la importancia de las tramas como representación de un papel otorgado que ignoran los propios personajes, y por último el efecto último de la lucha establecida mediante la trama y cuyo resultado finalmente otorga y demuestra una autoridad del personaje Creador/Transformador sobre todo lo visto y sucedido dramáticamente. Estos elementos son, por otra parte, claves en una dramaturgia europea en la que la cultura de la imagen, como hemos sugerido antes, lo invade todo. Y toda la cultura del XVII español, sin duda, con sus fastos, fiestas, cabalgatas o emblemas, está invadida de espectáculo, todo se basa en una puesta en escena (Gallego 1972: 132 y ss.), con todo lo que ello implica: representación, y autoridad que la avale.
Los esquemas dramáticos tienen así un paralelismo notable, aunque debemos matizar sus diferencias.
El gran teatro del mundo es la obra teatral diseñada por un Autor, en la que invita a representar improvisadamente a sus personajes según el papel otorgado a cada uno, con la sola condición de actuar lo mejor posible respecto al lema Obrar bien, que Dios es Dios. Este Autor se ha encargado de diseñar el escenario, marco, los papeles, el vestuario y el lance de la obra, aunque propone esa particularidad de obra no ensayada previamente, que permite dejar a libre albedrío, precisamente, la actuación de cada intérprete. Esta figura del Autor como metáfora era sin duda muy efectiva para el público, ya que el autor teatral de la época se convertía en el responsable absoluto de la obra, una mezcla de empresario y al mismo tiempo director teatral (Arellano 1995: 99). Él decidía obra y actores, él pagaba y gestionaba el teatro, él emprendía y arriesgaba la función. Así, la alegoría, como el tiempo ha demostrado, no podía ser más acertada. Se producía asimismo un efecto de teatro dentro del teatro, con lo cual la importancia de la representación de la vida como representación teatral quedaba definida sin duda como reflejo de la realidad del espectador, para quien se evidencia ante los ojos mismos que la vida “es representar, aunque piense que es vivir”. El mensaje didáctico-moral, de trasfondo teo-ontológico, quedaba claro: la vida es una breve actuación improvisada cuya representación será finalmente premiada si, cada uno desde nuestro papel otorgado al nacer, cumplimos con nuestra regla moral de oro: Obrar bien, que Dios es Dios. Calderón representa aquí el sentido de la existencia desde una teología católica de la existencia (un luterano sería incapaz de aceptar la necesidad moral de obrar bien para obtener salvación alguna) al mismo tiempo que está afirmando la irrealidad en la que nos movemos: no parece cuestionarla, pero al mismo tiempo podría permitir a un pensamiento escéptico la inmediata interpretación de la existencia católica como puro fasto, escenario, ficción. Lo que, en definitiva, y con una mirada crítica, es. Esta ambigüedad posible hace del texto de Calderón una lectura muy actual. En cualquier caso, este escenario teatral como metáfora y la vida como representación de un papel dado conectaba perfectamente con la estructura social del barroco español, inmersa por otra parte en un deseo de prolongarla. Así, la propaganda político-religiosa se plantea como elemento inherente a este teatro. Veamos el aspecto de la autoridad: los personajes se hallan a merced de la comedia y de la representación de sus papeles, papeles que toman con sorpresa y confusión, y que en algunos casos los acaban poseyendo, reacios a perderlos tras el fin de la comedia; la comedia se mueve, como en una isla desconocida, por los roces de sus personajes, sumidos en ese brave new world del que se sienten parte marionetas, en parte responsables; el Autor, como hemos visto, premia al final las mejores actuaciones y condena las peores, otorgando a cada uno un valor y un lugar, que les corresponde por méritos. La autoridad del autor queda así estatuida y confirmada, indiscutida sobre la del resto de la compañía, y cada cual debe asumir los resultados. La alegoría nos transmite la evidente conclusión: Obrar bien, que Dios es Dios, si se quiere premio. Y al fin, todo comienza con el Autor y con el Autor acaba, principio y fin de una misteriosa existencia, muy cercana a la experiencia de un sueño que se torna vida.
Es interesante volver a destacar esa situación de los personajes-actores respecto del guión establecido. No hay exactamente guión establecido, sino tan sólo una indicación general (el papel otorgado, el lema universal). El plan del Autor se basa en la interacciones posibles de ambas indicaciones, y eso confiere a la trama un rasgo de experimentalidad existencial y a sus personajes una desorientación relativa, porque como dice Segismundo en La vida es sueño “todos sueñan lo que son / aunque ninguno lo entiende”. Los actores conocen su papel en la vida, pero la incertidumbre de saber si actúan bien o no los convierte en un misterio a sí mismos, y a toda la existencia en un gran experimento. Por ello, podemos concluir que “entre los personajes que pululan en el gran teatro del mundo calderoniano abundan aquellos que han vivido recluidos en palacios, cuevas o prisiones; parten del paradigma de una imaginación que anticipa la experiencia y no de un modelo vivencial de esa experiencia” (Regalado 1995: 450). Dios como experimentador, como Científico; Calderón como teólogo cartesiano: la sombra filosófica del mago creador que se convierte en experimentador científico define aquí la propuesta del Dios calderoniano, un Dios en forma de Autor teatral que plantea su hipótesis en el laboratorio y asiste al resultado disfrutándolo como una comedia. ¿Se puede aspirar a mayor modernidad conservando al mismo tiempo la ortodoxia más aparente? Por tanto, aunque sabemos ciertamente que Calderón se adhiere fielmente a los principios de Trento, debemos al mismo tiempo considerar que “el arte de los autos, aunque arraigado en la fe cristiana, no es reducible a un mundo cerrado, sino que es más bien un paradigma artístico abierto, capaz de despertar motivos olvidados, entre los que se destaca nuestra necesidad de orientarnos por medio de un orden simbólico que nos haga presente una imagen dramática de la existencia” (Regalado 1995b: 32).
Al fin El gran teatro del mundo es imaginación proyectada mediante la imagen de una actuación teatral. Las alegorías se nos presentan entonces como phantasma externo ante nuestra visión atónita y sorprendida, subyugada por un Retablo de Maravillas perfectamente ordenado y con sentido. El discurso de los héroes alegóricos de este y otros autos se transforma ante nuestra mirada en un retablo de imágenes consecuentes, en un teatro de la memoria (Rodríguez Cuadros 2000: 37). De hecho, El gran teatro del mundo representa explícitamente, como todo sistema alegórico bien construido lo hace implícitamente, un evidente teatro de la memoria en el que cada concepto tiene su lugar explicando el universo en su conjunto y el papel particular que aquél cumple en éste. Giulio Camillo Delmilio, profesor boloñés del XVI (Culianu 1984: 67), se hubiera admirado ante este teatro viviente de la memoria que de la Salvación compuso Calderón, y quizás hubiera pensado el erudito italiano si el artefacto de madera que él había intentado elaborar como representación gráfica del teatro de la memoria celestial tenía la fuerza y la efectividad del auto calderoniano. Es interesante que estas técnicas de representación procedentes de la mnemónica habían servido hasta hacía muy poco tiempo como técnicas mágicas aplicadas por los denominados magos renacentistas, también conocidos por herméticos u ocultistas, para tratar de comunicarse con el orden del Universo mediante sus espíritus y poder así predecir o transformar sus movimientos. ¿Asistimos a una perversión?
Prosigamos nuestra senda hasta el siguiente escenario, cuyo protagonista es otra imagen representada, la de la pintura. La pintura pertenece desde la antigüedad griega al centro de las discusiones sobre la mimesis. Platón ya reflejaba el carácter de representación terrenal e imperfecta de la realidad terrenal e imperfecta que es el mundo natural, a su vez reflejo de una pintura perfecta ideada por la divinidad. De nuevo, una situación de cajas chinas y niveles de representación, en esta ocasión el cuadro dentro del cuadro, que implica según Platón una escala ascendente de perfección. Siglos más tarde, con la recuperación de sus teorías en el siglo XV por la escuela florentina encabezada por Ficino, y tamizadas por la visión medieval plotiniana de la belleza y el arte, el asunto de la imitación artística como fiel mecanismo de representación trascendente de la idealidad de las cosas, con la aspiración permanente de alcanzar la perfección del modelo original (Panofsky 1989: 45 y ss.), se convirtió en discusión básica e ineludible durante el Renacimiento (García Galiano 1992). Como veremos, el auto El pintor de su deshonra, se enmarca y desarrolla en torno al código simbólico de un tópico relacionado con lo anterior y especialmente empleado en el Renacimiento: la belleza humana como resultado de la creación divina. Esta beldad representada en el auto por la Humana Naturaleza será la desencadenante de una historia de celos y honor entre el Pintor y Lucero (Dios y el Demonio) que reflejará mediante este lance de tragedia barroca la historia del Pecado Original y la Redención posterior del alma humana. La puesta en escena será en este caso guiada por el universo de la pintura, creando poesía con la forma y los colores, en consonancia literal con el horaciano ut pictura poiesis, motivos el de la pintura y la posía muy cercanos entre sí pues “pintura y poesía son equivalentes para un espectador culto del Siglo de Oro” (Gállego 1972: 180). Representar mediante el color o la palabra remitía a una misma y única imagen en el imaginario aurisecular. Calderón aborda aquí, con estas coordenadas, una historia que hace escenificar el Pintor sobre un lienzo. “En el principio era el Lienzo” nos explica el envidioso Lucero; y a partir de ahí la alegoría crece al compás de una visión plástica de la creación del universo y de la humana naturaleza, cuyo retrato final admira y enamora perdidamente a Lucero:
cubrió el país, y unos y otros
se ostentan a todas luces
tan igualmente famosos
que él mismo vio que era bueno,
complaciéndose gustoso,
al ver que vivo y pintado
no se distingue uno de otro;
mas nada de esto me da
tanto sobresalto como
ver que de aquel ejemplar
de su idea, en quien yo absorto
miré mi primera ruina,
quiera sacar misterioso
a luz el retrato, siendo
de sus primores el logro
una imagen a quien ya
me parece que me postro,
y que a su beldad rendido,
por no adorarla la adoro.
La Naturaleza Humana, a la que dotará de aliento unos versos más abajo, es obra perfecta de Dios, simulacro divino, en la tradición de la donna angelicata procedente del amor cortés medieval (Lida de Malkiel 1975). Así, el Pintor es pintor divino, a diferencia del hombre, cuyos límites son evidentes: “De la gran naturaleza / son no más que imitadores / (vuelve un poco) los pintores” dice Juan Rana, el pintor de la tragedia calderoniana homónima, que no puede pintar la extrema belleza de su mujer, en contraposición con la capacidad de Dios por haberla pintado a ella en el mundo (Rull 2000: 28; Regalado 1995b: 327 y 331). Sólo Dios puede pintar la Idea, arquetipo ejemplar. El hombre renacentista había perseguido dicho ideal en todas sus facetas, que cruzaba el arte y las ciencias conocidas: buscó imitar a Dios, perseguirlo concéntricamente en un ascenso platónico, reflejarse en su ser en perfecta imagen y semejanza, mediante el camino del Eros; y poblaron el occidente de Ideas, explotaron las utopías, crearon una cultura llena de imágenes cuya belleza pretendía alcanzar la belleza transcendente y vencer con ella lo siniestro de la existencia. He ahí el origen del mago renacentista, modelo que nos servirá dentro de unas líneas para tratar nuestro próximo protagonista, el Próspero shakespeareano. Y en cierto modo he aquí a un héroe alegórico y renacentista, un Pintor divino que ha creado un paisaje y un ser perfecto. Sin embargo, Lucero, enamorado al estilo neoplatónico por la visión de tal imagen, logra quebrar la autoridad del Amor que une a criatura y creador, y picar el deseo de este ser para obtener su voluntad; como ya explicamos más arriba, la Naturaleza Humana es conquistada por Lucero hasta que el Pintor, atormentado por los celos y la sed de venganza, se cuela en el lienzo mancillado como un pintor humano y devuelve mediante la ley del Amor, que había sido rota, la original naturaleza a su creación. Este Amor cristiano como ligazón natural con la divinidad es también una concepción que reanimó el neoplatonismo renacentista y que, ligada a la teoría de la imitación de la Idea y a la asunción de la belleza como resultado y efecto de un acto creador, son elementos que estructuran este auto sacramental. La trama pone de manifiesto, mediante un paralelo con la tópica infidelidad matrimonial, esa lucha bíblica que se establece entre Dios y el Ángel caído por conquistar para sí el alma humana, origen bíblico de la leyenda fáustica, que Calderón actualiza en El mágico prodigioso. Todo ello dentro de una solución redentora que es la que ofrece la Iglesia católica. El Pintor, que de nuevo lo vemos aquí como un experimentador de vivencias al colocar a su creación en situación de elegir, reafirma finalmente su autoridad como protector y dueño último de su creación, asegurando el plan divino propuesto. De nuevo el Libre Albedrío es el elemento desestabilizador y el que ofrece un dinamismo a los avatares del alma humana. Para los espectadores del barroco este y otros autos debían ser, en los albores del método científico, poco menos que una hermosa demostración científica representada y experimentada, en la que el resultado era siempre el mismo, con vigor de ley natural fortalecedora de un código de valores que aseguraba una solución universal inequívoca de aplicación particular. La hipótesis teológica sugiere una ley moral cuyo cumplimiento se resolvía en un mismo resultado aplicable a cada uno. En nuestro caso se ha realizado mediante una fantasía en la que el Pintor da vida a su cuadro perfecto: como si en un laboratorio alquímico de colores se encontrase, el Pintor insufla la vida para observar la historia de la Salvación. Imagen en la imagen, que a su vez es reflejo de la imagen en la que se ve el propio espectador.
El Universo se concibe mediante estas alegorías imaginarias en un enigma visible, en el que cada elemento puede adquirir un significado simbólico trascendente. Un iconólogo de la talla de Julián Gállego (1972: 32-33) describe este proceso en el que el barroco español es su cénit: “A finales del siglo XVI era la fábula sentenciosa y enigmática; toda la Naturaleza era como un libro escrito en clave, en cuyas páginas podía el erudito leer ejemplos y consejos. A lo largo del XVII, esos misterios, tras haberse disimulado bajo las más triviales apariencias de la vida cotidiana, terminan por estallar, como en una apoteosis de juegos artificiales, hasta no dejar más que una monótona humareda. A su vez, el siglo XVIII va a considerar la Naturaleza, no ya como un jeroglífico que hemos de descifrar, sino como una fuente de conocimientos concretos, gracias al trabajo y al estudio objetivo, a la observación y experimentación. El mito queda así relegado al secundario papel del divertimiento mundano, o al mucho más aburrido de alegoría presuntuosa y fácil, lenguaje publicitario, imperioso y pobretón, abierto a todos”.
Símbolos, misterios, fantasmas y visiones. Muy diferentes historias y tradiciones confluyen en el auto sacramental, con gran versatilidad, ofreciendo los más diversos relatos (y a la vez uno solo) ante nuestra fantasía. Así, el auto sacramental, cuya poética se conoce precisamente con el nombre de Fantasía (Arellano 2001: 87), “se trata de una representación fantástica, y por consecuencia, goza de toda libertad con la que la imaginación derrumba las barreras de la experiencia ordinaria (…). Pero aunque posee la libertad de la fantasía, no es obra de fantasía ilimitada, ya que es conceptual y por tanto limitada por el alcance de sus conceptos” (Parker 1983: 66-67). En esta literatura que aúna ortodoxia y fantasía, Calderón aprovecha bien su libertad al mismo tiempo que se atiene a sus limitaciones y conceptos, en un ajuste perfecto a una estructura político-religiosa de imposición social que Tierno Galván (1981: 1695) ha considerado representada por la cultura del principio de autoridad.
Si bien el renacimiento fue una cultura de lo fantástico (Culianu 1984: 253), creo que a través de los autos sacramentales calderonianos estudiados hasta ahora puede apreciarse la huella de todo ello (imagen, escena, fantasma, visión, teatro de la memoria) en el barroco, quizás presente gracias a la reacción contrarreformista que protegió y apoyó desaforadamente el culto a la imagen, como también lo hizo la puesta en escena que implica la lectura y aplicación en la época de los difundidos Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, auténticos teatros de la memoria para la meditación espiritual.
Pero esta cultura de lo imaginario nos conduce inmediatamente a la magia ejercida en el período anterior, puesto que había sido la magia renacentista la que se había servido de la fantasía de la imagen para establecer y desarrollar mediante ella una serie de técnicas imaginarias que la hacían posible. Volando con la imaginación viajamos a nuestro tercer escenario, la isla misteriosa cuyo dominio absoluto pertenece a Próspero el Mago. Y explicaremos cómo funciona su magia.
Próspero nos recuerda la figura de un semidiós, hombre con poderes sobrenaturales. En su atuendo destaca un manto de invisibilidad, sin duda mágico, como manto estrellado llevaba la alegoría divina del Autor en El gran teatro del mundo, símbolo de su sobrenaturalidad (Arellano 2001: 94) y, por cierto, nuevo guiño calderoniano al hermetismo perseguido en su época. Próspero provoca una tempestad de la que nadie sale herido; a través del espíritu Áriel y compañía, Próspero ordena una serie de sucesos que permiten dispersar en primer lugar a los náufragos; en segundo lugar atraer al joven Ferdinand hasta la presencia de su hija Miranda, de quien se enamora neoplatónicamente a primera vista (“Sólo con mirarse / basta para que se enamoren”); prever y evitar el asesinato regio fratricida tramado sobre el durmiente y desconsolado rey de Nápoles, que ha perdido en el naufragio reino e hijo (suponen ahogado a Ferdinand); prever y evitar una conspiración (bastante torpe y ridícula, por cierto) contra su propia vida, liderada por Cáliban y apoyado por Stéfano y el bufón Trínculo, que quieren adueñarse de la isla; diseñar dos fantasías: la primera un banquete ilusorio ante el grupo mencionado, con la aparición repentina de espíritus aterradores recordándoles la traición hecha doce años atrás al usurpado Próspero; la segunda una mascarada fantástica de tema mitológico ofrecida a los dos jóvenes enamorados como anticipado regalo de bodas. El espíritu Áriel, que tiene a su cargo otros espíritus menores, se constituye así en mensajero y ejecutor de los deseos de Próspero, que en todo momento supervisa y anticipa los movimientos siguientes de los diferentes personajes sobre el escenario de la isla. ¿Cómo es esto posible, cómo alcanza Próspero, hombre, este poder de dimensiones divinas?
Próspero llega a afirmar que en Milán “mis libros eran mi ducado” y considerado entre los duques con gran reputación y dignidad, no tenía rival alguno en el estudio de las artes. No tarda en dedicarse a la elevación del espíritu, abandonando la mundanidad de sus responsabilidades políticas. Esto es lo que aprovecha su hermano para ocupar su puesto y poner contra él a sus más fieles seguidores. Cuando Próspero, con Miranda niña en brazos, se salva por divina providencia en la isla, desembarca exiliado con sus libros más importantes, escondidos en la barca gracias a Gonzalo, su viejo consejero. En la isla tiene tiempo, pues, de perfeccionar sus artes y también de instruir a Miranda en cosas que otras princesas no aprenden. Sin embargo, Miranda no es educada en la magia de su padre, como lo demuestra su indefensión ante el demonio monstruoso Cáliban, encarnación del mal que busca mancillar brutalmente su pureza virgen (“¡sólo sirves para el mal” le recrimina Próspero, tras evitar la violación de su hija). Si reflexionamos sobre los acontecimientos producidos por Próspero y observamos su declarada vida dedicada al estudio, comprenderemos que Próspero se corresponde perfectamente, en un escenario un tanto dominado por las criaturas mágicas de origen celta, con el arquetipo de mago renacentista.
Para el mago renacentista, diseñado en su fundamento por el florentino neoplatónico Marsilio Ficino, la magia (Culianu 1984: 129 y ss.) se logra mediante el amor (eros): éste, procedente del rayo divino que cruza y anima, en un descenso graduado, toda la creación desde Dios hasta la materia, y viceversa, comunica cada elemento del Universo entre sí, concéntricamente en torno al origen, centro de todas las cosas. Según esto, todo el cosmos es un sistema vivo y conectado jerárquicamente cuyos elementos se influyen amorosamente entre sí. Ésta es la razón justificativa y verificadora de la existencia de la astrología, de la alquimia o de la medicina antigua, que evolucionarán poco a poco hasta la física mecánica. En fin, gracias a este funcionamiento compartido por todo el universo, se pueden descubrir, mediante el ejercicio de nuestra fantasía (conocimiento intelectual), cuáles son las diferentes relaciones y simpatías amorosas entre los elementos, y tras ello, por el mero hecho de pertenecer nosotros también a ese sistema de influencias, podemos alcanzar mediante técnicas de la fantasía la simpatía amorosa de un determinado elemento para que a su vez influya en otro simpáticamente. Esto es en esencia la magia. Por supuesto, estas complicadas operaciones fantásticas y eróticas exigen enormes y profundos conocimientos, que se adscribían a la filosofía oculta, ciencia compuesta por la síntesis de una diversidad de lejanas tradiciones herméticas orientales (árabes, judías, egipcias) más el neoplatonismo occidental.
Los elementos simpáticos superiores al hombre son conocidos como espíritus o demonios: existe toda una categorización o clasificación de ellos, que contempla la demonología (Culianu 1984: 195 y ss.). La acción mágica lograda a través de estos espíritus superiores, la más alta magia, se denomina demonomagia, o teurgia, y es la que practica Próspero mediante la invocación de Áriel, que está preso de su voluntad. Próspero no permitirá otorgar una merecida libertad a Ariel hasta ver cumplidos todos sus deseos según el plan previsto. Para el mago renacentista estos demonios, figuras del pensamiento (imágenes fantasmas), se invocaban mediante procedimientos y técnicas mnemónicas en las que la palabra simbólica era fundamental, y por ello la cábala hebrea adaptada al cristianismo por Lulio y sobre todo Pico de la Mirandola (Yates 1992: 29; 36 y ss.) fue una de las técnicas más sofisticadas del mago renacentista. Próspero, que acude a la demonomagia, no obstante, en contra de lo que su origen italiano supondría, y descubriendo así la pertenencia de público y autor a la mítica Albión, alude a fórmulas un tanto más populares y familiares que invocan toda la fantasmagoría de la tradición celta:
Oh, vosotros, elfos de las colinas, riachuelos, lagos
tranquilos y bosques; y vosotros, que sin dejar huella
en la arena perseguís a Neptuno cuando se retira
para huir corriendo si retorna; vosotros, duendecillos
que a la luz de la luna hacéis cercos de hierba amarga
que la oveja no quiere comer; y vosotros, que por diversión
criáis hongos nocturnos; que con gran alboroto
oís el toque de queda solemne, con cuya ayuda,
-oh débiles maestrillos- he oscurecido el sol
de mediodía, he despertado los vientos impetuosos
y desatado en guerra estruendosa el verde mar
contra la bóveda de azur; yo he prendido el fuego
del terrible trueno estrepitoso, y he astillado
el roble de Júpiter con su propio rayo; hice temblar
promontorios de base firme; y de cuajo arranqué
pinos y cedros; y a mi señal las tumbas despertaron
a los muertos y se abrieron para dejarles huir,
gracias al poder de mi arte.
Áriel es un espíritu juguetón que lo mismo se transforma en ninfa que en arpía, según la necesidad. Desde luego, es un espíritu benéfico, si atendemos a la demonología neoplatónica de Porfirio y Jámblico: un espíritu procedente de la zona sublunar, “poblada de demonio aéreos, acuáticos y terrestres, que provocaban las calamidades cósmicas y las pasiones individuales” (Culianu 1984: 197). Sin duda Áriel pertenece al aire y al agua, pues siempre va volando o nadando; como tal es espíritu bueno y puede conceder “beneficios de toda la esfera de la naturaleza y de la existencia social” (Íbid.). Por el contrario, el demonio monstruoso e incivilizable Cáliban, hijo de la bruja Sycorax, legendaria habitante y antigua dueña de la isla, procede de la tierra y resulta un malvado antagonista, si bien dominado en última instancia por Próspero, al que le debe obediencia de esclavo porque fue salvado de una maldición; como demonio terrestre es malo y pernicioso si se enfurece, y su cuerpo mortal “necesita ser alimentado. Cuando están contrariados, no retroceden ante ninguna maldad y provocan pasiones funestas en la fantasía humana, y también fenómenos físicos como los terremotos o la destrucción de las cosechas” (Íbid.). Cáliban se alía con el mayordomo y el bufón y los convence para luchar contra el mago que lo tiene esclavo y le ha robado la isla de su madre muerta: los dos borrachos aceptan, pidiendo para sí puestos de poder para una isla ridícula sin súbditos. En el texto citado más arriba, hemos observado que gracias a la compañía de espíritus benéficos liderados por Áriel, Próspero reconoce haber ejercido como notable hechicero sobre la naturaleza que le rodea hasta el punto de convertirse en auténtico nigromante (se comunica e incluso resucita a los muertos). Cultiva un tipo de magia ceremonial del más alto nivel. Lo cierto es que en Europa, ya durante toda la Edad Media, se había perseguido toda magia que no fuera natural por considerarse demoníaca. El fenómeno, tras sufrir un proceso de encantamiento durante el renacimiento (Alonso Palomar 1994), se vuelve más virulento que nunca al ser perseguido por la reforma y la contrarreforma, consumándose numerosos procesos inquisitoriales por toda Europa sobre todo en el siglo XVII. El cristianismo, firmemente desde San Agustín, había dispuesto que cualquier hecho realizado a través de la ayuda de espíritus o demonios no podía provenir de Dios, sino de Lucifer. Sin embargo, los milagros por intercesión divina, eran aceptados como buenos. La Iglesia, al parecer, decidía unos y otros. Esto permitió en un principio combatir la idolatría y posteriormente la superstición y la práctica popular de la hechicería, muy popular durante la Edad Media entre todas las clases sociales (Kieckhefer 1992). La magia natural o blanca, con fines curativos y benéficos, derivada de leyes naturales causa-efecto, se mantuvo siempre en el centro de las discusiones, pero fue generalmente defendida, al igual que la astrología judiciaria que no buscase alterar el destino de los hombres. Próspero, sin lugar a dudas, incumple todos estos preceptos, incluso el beneficiarse de los astros para cumplir su cometido felizmente.
y yo que leo el futuro
sé que mi cenit depende del auspicio de una estrella
y si no busco con halagos su influencia, si no la busco,
me abandonará mi suerte.
Como para los alquimistas, los astrólogos y los poetas del amor, toda obra y acontecimiento único del cosmos tiene su día y su hora exacta en la que deben iniciarse. Así lo aplica Próspero mágicamente, y ya veremos más adelante el lugar que ocupa el amor en esta obra de magia, fantasmas y política.
Como un perfecto adivino se nos presenta Próspero durante todo el drama, al prever el comportamiento de los personajes; y como en un juego de los hados de dios griego, controla sus movimientos y pensamientos. En efecto, los personajes deambulan por este escenario preparado por el mago, ajenos a su destino, inmersos en un lugar desconocido, misterioso y sobrenatural, como si hubiesen sido arrojados a un misterioso teatro del mundo creado para la pesadilla. Los títulos sociales dejan de funcionar en cierto modo; todos ven, si no alteradas, al menos amenazadas sus jerarquías, la autoridad se ve en peligro por la confusión. Sus acciones, establecidas en ese marco escénico de excepción en el que el papel social otorgado hasta entonces queda en suspenso, responden fundamentalmente a la traición de la autoridad establecida: Sebastián desea asesinar a su hermano el rey de Nápoles para obtener a su regreso el poder; Cáliban desea asesinar a Próspero para ostentar el poder de la isla, por considerarlo usurpador. Sin embargo, todos desconocen que actúan en un reino -una isla vacía, abandonada, atemporal y en cierto modo utópica- donde una autoridad suprema y absoluta se impone sobre la voluntad de sus habitantes, los designios de los hombres, una autoridad que representa Próspero mediante su magia, una magia calculadamente manipuladora.
Excelente ha sido, oh Áriel, tu representación
de la arpía; ha sido de una gracia devoradora.
De las instrucciones que te di no has olvidado
ni una sola palabra. Así pues con gran viveza
y extraordinaria diligenciamos espíritus menores
han representado su papel. Mis hechizos
potentes ahora operan. Y mis enemigos, en su delirio
están encadenados bajo el poder de mis artes.
Próspero ha logrado aterrorizar al rey de Nápoles y sus acompañantes mediante una fantasía espectacular que, teatro en el teatro, se ha hecho visible ante la imaginación del grupo, como proyección fantasmagórica vengadora de la voluntad del mago. En ella se les ha recriminado la traición contra Próspero, provocada tiempo atrás. El grupo queda paralizado, en estado de espanto, cercano a la locura. Esto sucede porque los fantasmas dirigidos por Próspero se imponen exteriormente e invaden la mente de nuestras víctimas: “en el caso del mago, los fantasmas son producidos voluntariamente y dirigidos por el operador, mientras que, en el caso del enfermo, se le imponen como realidades extrañas, lo poseen” (Culianu 1984: 173). Este acontecimiento demuestra que Próspero domina a la perfección, sin duda gracias a largas horas de estudio y meditación, el arte de manejar los fantasmas, ligado al arte de la memoria. Para ello ha debido comprender que en el universo cada individuo y cada objeto está ligado a otros por vínculos eróticos (Culianu 1984: 175) y ha simpatizado con los vínculos adecuados para ejecutar diferentes actos a través de los fantasmas o espíritus convocados. Con ello ha manipulado la realidad a su alrededor, no solamente la física (tempestad) sino también la psicológica de aquellos individuos sobre los que actúa, hasta el punto de dejarlos en un estado de hechizamiento cercano a la locura. Así, Próspero se nos presenta como un manipulador de la mente humana, un seguidor de la figura del mago propuesta por Giordano Bruno en su De vinculis in genere y que culmina todo un modelo de magia renacentista. El mago bruniano es en esencia un manipulador de la psicología individual y de masas, que tiene un conocimiento perfecto del sujeto y sus deseos (Íbid.: 133), lo que le permite vincularlo mediante la principal de las operaciones mágicas: la fantasía (Ibíd..:135). Así es: Próspero conoce a la perfección las ambiciones y deseos de cada personaje, y ello le permite actuar a tiempo en propio beneficio. En algunos momentos representa fielmente las teorías de Bruno: “La acción mágica tiene lugar por un contacto indirecto (virtuales seu potentialem), a través de sonidos y figuras que ejercen su poder sobre los sentidos de la vista y el oído. (…) Pasando por las aberturas de los sentidos, imprimen en la imaginación ciertos afectos que son de atracción o repulsión, de goce o repugnancia” (Íbid.: 134). La fantasía horrorosa infundida por Áriel mediante su aparición acompañada de ruidos, música y voces dejan clara la naturaleza de esta operación: primero aparece una mesa con viandas y después truena, llega Áriel en forma de arpía, les habla, y “desaparece entre truenos. Música. Vuelven a aparecer las formas caprichosas. Y bailando, con gestos burlescos, se llevan la mesa”. Desde luego, esta acotación escenográfica nos muestra la faz bruniana de Shakespeare aplicada a su personaje.
Todo en La Tempestad se convierte en fantasía, en sugerencia fantasmal, donde ficción y realidad, vida y representación, se cruzan, funden y confunden. Ferdinand descubre a Miranda y la cree pura maravilla (“¿sois doncella o maravilla?”), en la tradición de la donna angelicata. A Miranda le ocurre lo propio con Ferdinand, y también en el encuentro final con toda la comitiva, pues lleva toda su vida sin conocer seres humanos, cual Segismunda forzada . El grupo de hombres de estado asiste a varios sucesos que no dudan en atribuir a cosa de fantasía, milagro o maravilla. Cuando Próspero se les aparezca definitivamente, pues queda invisible ante aquellos mortales durante la trama, nadie pensará sino que sueñan o alucinan. Como dice el sabio Gonzalo hacia el desenlace de la obra: “Que todo sea cierto / o que todo sea un sueño, no podría jurarlo”
Así, sumidos como en un sueño donde todo es posible, unos y otros se ven como fantasmas y ven fasntasmagorías colectivas. El arte imaginario del mago establece así un escenario complejo y global, un sueño de la imaginación en el que la única autoridad que lo domina todo es la de Próspero, cual autor teatral ante la dirección de su obra. El público, como ya destacaremos, asiste también fascinado a dicha ensoñación.
Pero ¿qué pretende Próspero con estas manipulaciones? Demostrar que un crimen de lesa majestad cometido hace tiempo no queda impune nunca, y recordar una culpa no penada. En realidad, Próspero, como otros héroes del teatro shakespeareano, se erige juez autorizado y busca restaurar un orden legal perdido mediante el crimen. Así le sucede a Hamlet, cuya misión se plantea inevitable y de justicia divina porque el crimen cometido clama al cielo. En La Tempestad el crimen es una usurpación y un exilio forzoso, con una condena a muerte en el ancho mar. Próspero reclama su ducado como hombre, y contiene su venganza mediante piedad humana. Antes de deshacer el hechizo que mantiene paralizado a sus antiguos intrigantes, se compadece de ellos, renuncia a la magia, se deshace de sus atributos sobrenaturales (manto, libro, varita) y busca su antigua espada de duque, para presentarse ante los asustados y sorprendidos invitados como el antiguo duque de Milán. Por supuesto, ellos no entienden lo sucedido y Próspero promete al rey de Nápoles una narración posterior, que nunca sabremos cómo será. Reclama finalmente su ducado y perdona a los traidores: la falta de resistencia es debida sin duda a los efectos de la magia efectuada, a la experiencia vivida que les hace reconocer públicamente su pecado. Cuando Próspero devuelve a su padre a Ferdinand, que juega al ajedrez amorosamente con su prometida, el rey de Nápoles no puede menos que emocionarse de encontrar heredero y heredera al trono napolitano, cuando creía ahogado a su hijo. Seguramente ese ajedrez marcaría la posición de jaque mate tan perfectamente tramada por Próspero, que no sólo recupera su ducado sino que casa a su hija y la convierte en heredera de dos territorios: el suyo recuperado y el de su antiguo enemigo. Todo un estratega político. Harold Bloom no entiende la renuncia a la magia de Próspero: “Ser duque de Milán es ser simplemente un potentado más; el arte abandonado era tan poderoso que la política es absurda por comparación” (Bloom 2002: 771). Quizás esa renuncia a la autoridad otorgada por la magia tenga sentido sólo como culminación lógica de un plan, como una misión cumplida. Restituido el orden, abandona unos poderes que no iba a poder ejercitar en la civilizada Milán: sólo eran adecuados y precisos para una isla despoblada que únicamente podía habitarse con fantasmas. La autoridad perdida, como si el mago quisiera redimir ante el mundo el abuso cometido por la manipulación mágica efectuada, devuelve a Próspero en cierto modo una dignidad de hombre anciano a la que había renunciado por ejercer su poder de mago. Ha superado su propia magia. Además, el amor a Miranda es el que ha guiado sus actos: “Nada hice sino velar por ti, nada que no fuera por ti, hija mía, mi pequeña”, le dice para justificar la horrorosa tempestad que ha causado, y como si ya quisiera justificar el resto de lo que sabe que va a acontecer. El amor (eros) es el vínculo esencial de la magia, sin el cual no hay comunicación entre los elementos del Universo: Próspero representa el vínculo amoroso de toda la trama y todas las operaciones mágicas, imán atractor de todas las voluntades. Una vez ganada la batalla para Miranda, por cuya salvación ha iniciado todo, y atrapados Miranda y Ferdinand por el vínculo de la fascinación erótica, ese vínculo nuclear que hasta ahora representaba Próspero deja de tener sentido. De forma un tanto paralela, pero en versión política, a la trama salvífica de El pintor de su deshonra, Próspero devuelve a su hija lo que le corresponde por designio divino, su condición de princesa, y lucha contra el mal demoníaco representado por Calibán. Al fin, dentro de la disputa de autoridades que se establecen en la trama (la de Calibán, la del hermano usurpador, la de Próspero), sólo queda magnificada, ensalzada y justificada la del mago renacentista, que, no olvidemos, deja por fin paso a la autoridad del amor representada por los dos jóvenes amantes.
En el contexto histórico, se ha relacionado firmemente la figura de Próspero como representante de la mágica época isabelina, una transposición del doctor Dee, protegido de la faeree queene Isabel. John Dee, erudito, matemático, mago, cabalista y alquimista, fue un decantado y respetado neoplatónico seguidor de la magia de Agrippa (De oculta philosophia) que llegó a coincidir con las tesis de Giordano Bruno (Yates 1993: 83-98; Yates 1990: 375-395). El final de sus días, bajo el signo de Jacobo I, declarado perseguidor de magos y brujos, lo convirtió para la historia posterior en un vulgar charlatán y conjurador. Fue íntimo amigo de Philip Sydney, cabeza del movimiento poético isabelino y autor del poema alegórico-simbólico The faeree Queene, cuyo hechicero podría ser el propio Dee. Desde esta perspectiva, parece evidente que Shakespeare estaría reclamando la autoridad y los valores de una época pasada y cuya autoridad transfería, por medio de Próspero, a la pareja de recién casados que aparece en la tragicomedia y que, a su vez, estaban presentes observando la representación. De nuevo el juego de cajas chinas apreciado en la cultura barroca española se reproduce también en la inglesa, esta vez con la intención de implicar, a través de esa escenificación mágica, a los propios espectadores, quizás con la búsqueda de una fascinación que moviera mágicamente los ánimos también políticamente, hechizados por los vínculos de la fantasía, hacia una recuperación de un orden perdido y que aún muchos anhelaban. El mago manipulador Shakespeare.
Aunque Próspero, el favorecido, un antifausto, un Simón Mago que arroja a las aguas el libro de la magia para no ser acusado de hechicero, quiere y debe también devolver a la realidad a quienes han asistido a su representación: no solamente los personajes afectados han de salir de la isla encantada y sus hechizos, sino también el público, al que en el epílogo final, interpretado comúnmente como una despedida como autor teatral del propio Shakespeare, se le insta al público a aplaudir para deshacer el hechizo teatral, “no queráis abandonarme / en esta isla desolada, cautivo de vuestro hechizo”. Él ya ha renunciado a la magia, ahora le toca al público. Pues ante el público esta representación, en los códigos culturales ya descritos, no deja de ser una evidente fantasmagoría, es decir, una operación mágica realizada por el autor teatral con el fin de fascinar y hechizar a su público. Toda una poética de la representación.
En definitiva, La Tempestad es también un experimento escenográfico que Próspero como mago lleva a cabo en su isla desierta, dejándola poblarse durante unas horas de un rico entramado de utopías y traiciones que los personajes practican en torno a la idea del poder. Ese particular teatro de la memoria hace de próspero un mago que impone su visión sobre las otras por su mayor poder sobre los otros: entre el creador de fantasías y el estratega político, Próspero se mueve como un antecesor del científico moderno, que a partir del mago renacentista, y mediante la influencia de Paracelso y el rosacrucismo (Yates 1993: 347-351), se abre camino poco a poco dejando atrás el imaginario simbólico (por la prolongada censura mágica) y centrándose en la prueba experimental (Culianu 1984: 286).
El poder y la imagen
Sin duda Shakespeare buscaba evocar y apoyar una imago mundi que el círculo neoplatónico del príncipe Enrique deseaba recuperar, aunque las condiciones fueran ya adversas: el renacimiento isabelino; Calderón, al mismo tiempo, tenía la exigencia de apoyar también una imagen del mundo que era compartida por toda una cultura nacional: la ortodoxia tridentina. Ambos, en diversos sentidos, acaban aludiendo a técnicas similares cercanas a una cultura de la imagen y la escena, muy ligada a su vez al hermetismo y simbolismo desarrollado desde el Renacimiento europeo. El Dios alegórico del Autor y el Pintor calderonianos no andan demasiado lejos, por tanto, de las técnicas usadas por Próspero, aunque sus esferas y fronteras culturales sean distintas. El teatro es representación imaginaria ante la vista de la fantasía. Por ello, nos cabe sugerir que si el Próspero de La Tempestad utilizó la técnica bruniana de la manipulación para crear unos efectos de sumisión ante quienes eran invadidos por la visión fantástica, penetrando mediante un imaginario con los sonidos y colores para hechizar a los hombres, ¿no nos encontramos en una situación similar cuando tratamos el teatro barroco español, que busca sin duda un beneficio político-religioso de sus representaciones fantásticas?
¿Qué diferencia hay entre la técnica de Próspero, que acaba fascinando a sus víctimas, haciéndoles errar y dudar de lo que ven, admirarse y entender apenas su papel, y la propuesta ideológica desprendida de autos como El gran teatro del mundo o El pintor de su deshonra, donde como Autor y como Pintor ejerce Dios su poder y su magia particular, estrechando unos vínculos afectivos con la psicología de cada individuo entre la masa del público? Como un auténtico Retablo de Maravillas se nos muestra en los autos calderonianos un universo fantástico que al fin instituye un orden y un sentido particulares a los hombres. Shakespeare busca quizás lo mismo, sólo que desde la oposición política, con su Imperio de la Faeree Queene.
Y en definitiva, ¿cómo repercutió este instrumento mágico en la cultura aurisecular española, al recibir ortodoxia católica mediante las técnicas que Bruno especifica como mágicas y manipuladoras, usadas por aquellos que lo quemaron en la hoguera? Es una interesante perspectiva desde la que quizá no se ha reflexionado lo suficiente al analizar los textos literarios: pensemos que además en la teoría bruniana, “exceptuando al manipulador, porque se supone que puede ejercer un control absoluto (por lo menos teóricamente) sobre su propia imaginación, el común de los mortales está sometido a unas fantasías descontroladas. Sólo las profesiones especiales (como la del poeta o el artista) exigen la aplicación voluntaria de la imaginación; para los demás, el campo de la imaginación queda abierto a cualquier causa externa. En este caso, hay que distinguir entre las fantasías provocadas por una acción voluntaria del sujeto, pero de otro orden, y las fantasías cuyo origen está en otra parte. Estas últimas, a su vez, pueden haber sido provocadas por los demonios, o inducidas por una voluntad humana” (Culianu 1984: 135). Una voluntad humana con autoridad que a través del poeta o del artista (ese Autor, ese Pintor) permite toda una estrategia de control de masas. Más si tenemos en cuenta que el eros se constituye como el mayor instrumento manipulador, entendiendo por eros en el sentido de aquello que se quiere, desde un simple deseo hasta las mayores ansias del poder. La fe, en intrínseca relación con ese deseo erótico y la fantasía que lo vincula, es además el vínculo de vínculos para Bruno, que hace necesaria en el operador una fe activa y en el sujeto de la operación una fe pasiva. La fe, por otro lado, es el gran tema de las luchas religiosas iniciadas en Europa en el XVI, que arrecian en el XVII. Bruno también señala que los ignorantes son las personas mejor dispuestas a dejarse convencer por los fantasmas de la teología y medicina (Culianu 1984: 134-138). Y “cabe recordar aquí que la propia Inquisición se servía ampliamente del arma del imaginario; sólo que lo había vuelto contra la cultura de la edad fantástica” (Culianu 1984: 261). Sólo así se comprende el fenómeno obsesivo y de magnitudes hasta entonces impensables de la persecución de la brujería, animado por el ferviente uso oficial de fantásticos manuales demonológicos como el de Jean Bodin, el de Martín del Río o el Malleus Maleficarum. Fe, fantasía, vinculaciones en masa por la imagen en la búsqueda de la manipulación de los intereses políticos y religiosos. Un paradigma sociocultural derivado de todo ello que nos recuerda, como al propio Culianu, al mago actual como evolución particular del modelo de Giordano Bruno: un mago representado por el publicitario, el analista, y otros oficios que basan su existencia en la psicosociología y sus derivados, actual demonomagia para la manipulación fantástica (Culianu 1984: 149).
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